Recuerdos de Sabra y Chatila, la mayor matanza de civiles palestinos
Por Ignacio Cembrero
Hace 30 años que las milicias cristianas masacraron a cientos de refugiados en los campamentos del sur de Beirut ante la pasividad del Ejército israelí que los cercaba
No sé muy bien por qué, pero entramos en Chatila por su lado más terrible. De sopetón el olor del aire cambió. El hedor era insoportable. Ahí, a mi derecha, yacían los cuerpos amontonados de decenas de mujeres y niños, muchos de ellos bebés, tirados en el suelo. Les habían matado disparándoles o acribillados a navajazos. Antes de morir las madres habían intentado salvar a sus hijos. De ahí que algunos bebés estuviesen sepultados bajo el cuerpo de su progenitora o incrustados entre sus pechos como para que no pudiesen ver el horror.
Acabábamos de descubrir la matanza de Sabra y Chatila, la mayor de civiles palestinos desde que empezó el conflicto árabe-israelí. Eran las nueve de la mañana del sábado 18 de septiembre de 1982 y ya hacía calor en esos campamentos de refugiados en los suburbios meridionales de Beirut. Pero a esa hora aún ignorábamos la magnitud de lo que, 30 años después, se sigue recordando con pesar e ira en el mundo árabe.
Por Beirut, una ciudad noqueada tras su conquista, tres días antes, por el Ejército israelí, circulaba el rumor de que algo había sucedido en esos campamentos. Ettore Mo, periodista del Corriere della Sera y uno de los mejores reporteros que he conocido, y yo tomamos un taxi rumbo al sur de la capital. Si en el centro había poca vida los suburbios eran un desierto.
Nos topamos con el horror nada más franquear la entrada de Chatila. Estaban allí los cadáveres de los palestinos descomponiéndose bajo un sol de justicia y nubes de moscas. Recuerdo que conté más de sesenta cadáveres aunque el número total de muertos rondaría finalmente los dos mil, según las estimaciones más fidedignas. Eran casi todas mujeres algunas, las más jóvenes, con las faldas levantadas o desnudas de cintura para abajo porque probablemente habían sido violadas.
Tapándonos la nariz nos adentramos por alguna callejuela del campamento con las paredes salpicadas de sangre y ahí sí que encontramos a un puñado de hombres, muertos, la mayoría ancianos. También sorteamos el cuerpo de algún burro despanzurrado. La Organización para la Liberación de Palestina (OLP) había cumplido su acuerdo con Israel y unas semanas antes había retirado de Beirut, por mar, a sus últimos combatientes. Por eso ningún miliciano armado custodiaba la entrada a los campamentos y solo un puñado de jóvenes ofrecieron resistencia armada a los agresores.
A Ettore Mo, que ya era un periodista veterano, se le saltaron las lágrimas. Dejó de hablar. Lloraba en sordina. Solo se oía el zumbido incesante de las moscas hasta que irrumpió una mujer corpulenta. Hablaba sin parar, pero no se dirigía a nadie. Decía frases inconexas aunque alguna vez llegó a pedir: “Llévenme a cualquier lugar donde no nos maten”. Tenía la mirada perdida mientras jugueteaba con un pañuelo alargado. Supusimos que se había salvado de la matanza. “Se ha vuelto loca”, nos dijo el taxista.
La mujer había perdido la cabeza y el taxista perdió los nervios. Era musulmán suní y tenía motivos para estar aterrado. “Son los kataeb los que los han matado”, repetía. “Pueden volver y hay que marcharse”, advertía. Como los periodistas no se movían el chófer acabó amenazando: “Se vienen conmigo ahora o me voy solo”. Nos subimos al vehículo. Paramos a la salida de Chatila para proponer a la mujer llevarla al centro de Beirut, donde estaría más segura, pero declinó la oferta.
Narrar lo que había sucedido en los campamentos de refugiados fue una odisea. Líbano se había quedado esos días sin teléfono, sin télex. Solo se podía conectar con el exterior a través del centro de prensa del Ejército israelí instalado en Baabda, cerca del palacio presidencial, que cerraba a las cinco. Llegar hasta allí era una aventura porque había que franquear decenas de controles israelíes, de milicias cristianas libanesas etcétera.
Una vez allí, en comunicación con Madrid a través de la central de teléfonos de Tel Aviv, el siguiente problema fue convencer a la redacción del periódico de que algo grave había ocurrido en Líbano. Las agencias de prensa internacionales tampoco habían podido dar a conocer la noticia. “¿De qué me estás hablando?”, me preguntaba sorprendido el redactor-jefe con el que hablé. “Si las agencias no han dado nada de esto”, añadía.
No debí de ser el único que se topó con el escepticismo de su redacción. Por eso, cuando a las 16h. de aquel sábado, el servicio mundial de la BBC abrió su boletín de noticias con la matanza, la docena de corresponsales que en aquel momento estábamos en el centro de prensa israelí nos abrazamos bajo la mirada atónita de los soldados que nos rodeaban. Por fin el mundo se iba a enterar.
Dicté la crónica a gritos por teléfono porque la calidad de la línea era deficiente. Apunté a que la masacre había sido perpetrada por la miliciana libanesa cristiana de Saad Haddad, creada por Israel en 1976, y “con la complicidad pasiva del Ejército israelí” cuyos carros de combate rodeaban los campamentos. Cuando acabé dos soldados israelíes, originarios de Argentina y Uruguay, se dirigieron a mí en tono educado. “Pensamos que está equivocado; nuestro Ejército no ha podido actuar como usted dice”, me dijeron.
No lo estaba. En su libro Sabra y Chatila: Investigación sobre una matanza (París, Seuil 1982), mi amigo el periodista israelí Amnon Kapeliouk, recoge una conversación telefónica que el general Amir Drori, el artífice de la toma de Beirut, mantuvo el 16 de septiembre de 1982 con Ariel Sharon, ministro de Defensa. “Nuestros amigos avanzan en los campamentos. Hemos coordinado su entrada”, le comentó Drori. “Enhorabuena, la operación de nuestros amigos ha sido aprobada”, le contestó Sharon. Esa noche empezó la matanza que duró 40 horas. Entre sus víctimas hubo nueve mujeres judías casadas con palestinos. Siguieron a sus maridos en el éxodo de 1948.
Al día siguiente, el 19 de septiembre, regresé a los campamentos atestados ya de sepultureros, voluntarios de la Cruz Roja, funcionarios de UNICEF que establecían una lista de niños asesinados, cámaras de televisión y algunos refugiados palestinos que habían osado regresar. Caminé hasta la cercana Embajada de Kuwait, un edificio de media docena de pisos situado a unos 250 metros de la entrada del campamento, en cuyo tejado estaban apostados los soldados israelíes desde el 15 de septiembre.
Los militares de Tshal no me dejaron subir, pero la cercanía con las primeras casuchas del campamento era tal que deduje que desde allí no solo se podía ver lo que sucedía a los pies del edificio –la matanza se desarrolló también de día y durante la noche el Ejército israelí iluminó la zona- sino que hasta se pudieron oír los gritos de las víctimas.
Israel creó una comisión independiente, encabezada por el magistrado Isaac Kahane, para investigar la tragedia. Llegó a la conclusión, en febrero de 1983, que su responsabilidad recae sobre las milicias cristianas pero también, indirectamente, sobre Ariel Sharon. Aun así fue nombrado ministro de Exteriores en 1996 y primer ministro en 2001.
Quedan aun muchas cosas por aclarar sobre las circunstancias de aquella matanza que la Asamblea General de la ONU calificó de “genocidio” sin ningún voto en contra. Elías Hobeika, entonces jefe de la inteligencia de las Fuerzas Libanesas (principal milicia cristiana) es, en teoría, su principal culpable lo que no le impidió desarrollar una carrera política –llegó a ser ministro- en un Líbano tutelado por el régimen sirio.
Hobeika murió en un atentado en Beirut hace diez años, dos días antes de que acudiese a Bruselas para proporcionar su testimonio en un juicio, promovido por unos palestinos, contra Ariel Sharon. En una conversación mantenida justo antes de su muerte con dos periodistas belgas, Josy Dubié y Vincent van Quickenborne, les reveló que aportaría pruebas de que la matanza fue obra del Ejército del Sur de Líbano, del general Haddad, y no de las Fuerzas Libanesas.
Las Fuerzas Libanesas tenían vida propia aunque colaboraron con Israel. El Ejército del Sur de Líbano, una miliciana cristiana, fue un invento israelí para proteger su frontera norte con Líbano.