Por Alma Karla Sandoval
Los simulacros estaban listos. Miles de alumnos obedecieron, en cientos de escuelas, una efeméride aburrida, para ellos lejana. Así que se habían colocado en lugares seguros con la abulia de quien no sospecha que ese ensayo sería definitorio. Pocas horas después, el mundo iba a cambiar como en 1985: “Sentía que me iba a morir”, “pensé que ya no la contaba”, relataríamos con el pulso acelerado al recordar este 19 de septiembre.
“¿Dónde te tocó el temblor?, ¿qué estabas haciendo?”, se preguntaban los unos a los otros luego de los 7. 1, en la escala de Richter, gracias a los que supimos qué significa ser casi un epicentro: no sólo tierra que se abrió en Axochiapan, sino de pronto, con la furia de aquella sacudida, quedarnos a la merced del desastre, de la devastación, de los escombros en Jojutla, Zacatepec, Tlaltizapán, Tlaquiltenango y en casi todos los municipios o en cada ranchería de Morelos donde el universo saltó para derrumbar lo que éramos. “No vayas a Jojutla, ahí está bien feo, parece que cayó una bomba, todo el centro está destruido”, decían. “No, ni te acerques, ni vas a poder entrar, se levantó una nube de polvo horrible”.
Tierra adentro, después de la una con catorce minutos, hora del terremoto, tierra adentro, llegando a Zacatepec, la chimenea emblemática del Ingenio Emiliano Zapata, apareció rota, como mordida por un dios salvaje que la hubiera trozado con los dientes y escupido. Al caer esa mole, murieron varias personas. Avanzamos cruzando el lugar. Al dar la vuelta por una de las calles para llegar al cuartel militar y al Centro de Salud, la devastación como un venenoso aperitivo de la mirada con viviendas derruidas, techos a ras del suelo y piedra sobre piedra, viga sobre viga. “No, esto no es nada, espérese ahora que llegue a Jojutla, no se vaya a espantar”, recomendaron. “Aquí fueron unas cuantas construcciones. Allá, pues, hay más edificios”.
El silencio. Nada más que silencio entrando a Jojutla de vez en cuando roto por las lejanas alas de dos helicópteros solitarios. Tensión que abre el paso veloz de las ambulancias con las que termina de partirse el corazón de cada uno. Militares en contingentes que avanzaban rápido, pero que miraban de un lado a otro con estupefacción; vecinos en grupos que salieron a entender lo que ocurría, a preguntar por los suyos, a correr a la casa del hermano, del tío, de la abuela, de la vecina, del compadre para ver cómo estaban. En algunos casos, el azoro les arrancaba la voz, abrían los ojos, se llevaban las manos a la frente. Algún conocido podría haber quedado atrapado.
Y sí, al final de la calle Ricardo Sánchez, doblando a la derecha, el Ejército se acercó a rescatar gente debajo de un techo largo. Era un señor cuya esposa no quería que ningún soldado tocara a su marido, pero llegaron otros hombres, con cascos, botas, palas, se amontonaron para salvar esa vida y lo lograron. A lo lejos se escucharon aplausos y los rescatistas, serios, no esbozaban ninguna sonrisa. Se echaron la herramienta en la espalda y juntos, siguieron dando vueltas por las calles, no estaban seguros de volver a contar con esa suerte.
Los seguimos. Entre Leyva y Pensador Mexicano, una señora de gesto adusto, entrada en arrugas y maquillaje acuoso, labios color flor de tuna, vendía extraños frutas que contemplaba sobre una tela tendida en el piso. “¿Cómo está, no le pasó nada?, ¿necesita algo?”, le preguntaron. “Vendo ilamas”, respondió, y no hubo forma de sacarle otra frase. La policía acordonaba con cinta amarilla edificios, locales. “Avancen rápido por acá, que es el mercado y puede haber fuga de gas, rápido, rápido”, a la derecha, a la izquierda, las cuarteaduras, mercancía tirada, mostradores vencidos, desorden y más desorden en la arteria de un municipio que de por sí vivía, hasta ahora, de la comercialización de sus productos.
En la calle de lo que era la Tintorería Marín, más jojutlenses sin casa permanecieron inmóviles, rodeados de conocidos que afirmaban: “Esto ya valió”, “no hay manera”, “¡en cuánto tiempo se podrá arreglar!, yo creo que nunca”. Esos eran los murmullos desesperados, de fatal contemplación, ante un templo protestante completamente destruido igual que la Catedral y la Presidencia cuyos muros se volvieron huecos. Seguimos andando hasta la colonia Emiliano Zapata donde el siniestro era total: bardas y bardas rotas, testimonios de gente que cargó cadáveres: “Se le vino encima el techo”, “lo noqueó una piedra”, “no le dio tiempo de salir”, explicaban, y algunas manchas de sangre, entre la arena, daban fe. También las cifras que iban a leerse en los diarios: 16 pérdidas humanas, por lo menos; 200 viviendas derruidas, otras 2000 frágiles, en peligro, por lo que deberán derrumbarse con el mazo de la razón y la angustia, con los muebles afuera donde la gente durmió por miedo de que se los robaran: “No, no me voy a un albergue, me quedo acá, tengo que cuidar mis cosas”, señaló una mujer que dijo llamarse Ernesta.
Así la noche cayó sin más luz que la de las veladoras o las lámparas también decaídas. Incomunicado, todo el pueblo buscaba el modo de cargar sus celulares, algunos en los coches, los que los habían salvado, porque también era común ver decenas ellos bajo rocas, con los cofres vencidos por el concreto de las fachadas. Al otro día, la ayuda llegó puntual, en oleadas inverosímiles: “¡Vienen camionetas y camionetas llenas!”, “¡no paran de llegar camiones con comida!”, “¡ya nos están ayudando!”, ése era el asombro y como la entrada a Jojutla estaba colapsada, la gente en la carretera salía de sus autos y bajo el crudísimo rayo del sol, en hileras interminables, como hormigas tercas, avanzaban cargando víveres, papel higiénico, bolsas de mandado, incluso barras de hielo que desaparecía en pocos minutos. Eran de todas las edades, entraban a Jojutla con la frente erguida, rápidos, laboriosos.
A eso de las cinco o seis de la tarde del 20 de septiembre de 2017, un día después, brigadas y ciudadanos de todo el país, ya habían tomado Jojutla. Su organización conmovía, su incansable andar, su entrega, desde el que paleaba rocas, hasta la que cargaba cubetas con escombro o entregaba tacos a todo el que trabajara sin césar en una cuadra, ángeles sin piel, dirían, una legión de ellos que se multiplicó en dos horas. Llegaron casi al mismo tiempo que el Presidente de la República quien fue a tomarse fotos y no dijo nada nuevo, “no cargó ni una piedrita”, se quejó un niño que estaba enfrente, él también rodeado de cámaras y micrófonos.
La tarde continuó hecha de sudores, de agua fría, de refrescos, de jóvenes con cascos o batas blancas, escobas, de autos con matrículas de todo México, de centros de acopio que surgieron en todas partes como por generación espontánea. Cartulinas que en los cruceros la gente levantó en alto con las leyendas: “Ayuda a Jojutla y otros municipios”, “Fuerza, fuerza,”, “Eres grande, Morelos”, “México unido”, “sí se puede”, “ánimo”. Los resultados rebasaron toda expectativa, comenzaron a llegar, pero tráilers con llamadas de personas con otros acentos, gente apurada, nerviosa al otro de la línea, que querían mandar víveres, pero les urgía un contacto confiable: “No queremos que ninguna autoridad se aproveche”, explicaban por teléfono a uno, a otro, no paraban de sonar los celulares, de moverse las redes en Internet, de seguir llegando ayuda.
Tenían razón, en el centro de acopio de Tlaquiltenango, el municipio más extenso en cuanto a territorio, el Alcalde había ordenado concentrar todas las donaciones en un solo punto, lo que no tardó en suscitar sospechas. Y en la entrada de Cuernavaca, la capital, los tráilers comenzaron a ser detenidos por la policía. No tardaron en filtrarse videos que lo probaron, ni fotos en las bodegas del DIF con montañas enormes de pañales, agua embotellada, alimentos de todo tipo. Mientras eso ocurría, los damnificados en refugios repartían sin cesar sus testimonios cuyo denominador común era: “Me quedé sin nada”. Esa noche, para variar, cayó una tormenta.