Por Nicolás Cruz Valdivieso
Santiago de Chile la ciudad, “Alto Apolo” el lugar. Una mujer de cincuenta años habla casi a los gritos. Su cara está hinchada y roja y sus ojos vidriosos. Los asistentes la miran en silencio. Cuenta que después de dos días sin tomar sufrió un delirius tremens. Esa noche se acostó a las once y media de la noche después de tomar una sopa, y al despertar, supo con total certeza que un hombre había entrado al edifico a asesinarla. Desesperada se mantuvo bajo las sábanas con los puños apretados, sudando frío, viendo en cada parpadeo el avance del asesino: caminando por el pasillo después de degollar al conserje; subiendo por el ascensor; mirando los números rojos de los pisos cambiando en el panel; el filo del arma brillando en su mano.
Cuando el asesino se encontraba un piso más abajo corrió hacia la cocina, tomó dos cuchillos y bajó a toda carrera por las escaleras del edificio, esquivándolo milagrosamente. Cómo refugio eligió uno de los compartimentos del depósito de basura del edificio. Vestida con calzones y camiseta esperó empuñando los cuchillos en la oscuridad. Dos horas aguardó en su escondite hasta que la puerta se abrió, enfrentándola al cazador. Al ver la silueta le asestó dos cortes de cuchillo sin pensarlo. El primero en el antebrazo. El segundo a la altura del pecho. Con el asesino herido en el suelo corrió a toda velocidad hasta alcanzar la calle.
Llegó descalza y a medio vestir a la comisaría, gritando que el asesino que buscaban estaba herido en el estacionamiento de su edificio. Los policías le dijeron que soltara los cuchillos y los acompañara a una celda, donde estaría más cómoda mientras se tranquilizaba y ellos comenzaban la búsqueda. Le entregaron una manta para que se tapara y le pidieron que volviera a contarles la historia. Indignada les gritó que prendieran la televisión, que en todos los canales estaban mostrando la masacre que el asesino había desatado en su edificio, que ellos mismos podrían ver como los cuerpos caían desde las ventanas.
La mantuvieron encerrada hasta la madrugada, durmiendo a ratos y llorando de impotencia al ver que a la policía no parecía importarle la masacre de calle Condell.
A las nueve de la mañana la dejaron libre y mientras caminaba hacia su departamento, vistiendo un pantalón dos tallas más grande que el suyo, tuvo la sospecha de que quizás lo sucedido no era más que un mal sueño, que el asesino quizás sólo estaba dentro de su cabeza.
Con el correr de las horas se enteró que el asesino al que había herido era una vecina que botaba la basura y que las heridas que había sufrido eran sólo superficiales. Se enteró también que estaba demandada y que si seguía viviendo en el edificio era sólo porque era propietaria del departamento. También se enteró que sólo podía salir de su casa durante el día y que el conserje estaba encargado de revisar las bolsas de sus compras y llamar a la policía ante cualquier sospecha de recaída.
La mujer jura que no tomó esa noche y que esa fue la prueba definitiva que necesitaba para saber que era su última oportunidad para dejar el trago, que si no lo hacía se encontraría pronto a alguno de los cuatro jinetes que cabalgan desbocados hacia todo alcohólico, a alguna de Las Cuatro C: la Calle, la Clínica, la Cárcel, el Cementerio. La mujer agradece al grupo por escucharla, da gracias a su Poder Superior y a su Voluntad por no haber tomado en las últimas veinticuatro horas y baja de la tribuna. El grupo agradece a coro y un nuevo miembro camina hacia la tribuna. Antes de que se presente, el coordinador agradece el testimonio de la mujer “que fortalece la voluntad de todos los presentes y nos recuerda por qué estamos en este lugar”. El coordinador invita a todos a hablar, a contar sus experiencias reunión a reunión por más dolorosas que sean “Recuerden que tal como enfermamos por la boca bebiendo. Debemos sanar por la boca, haciendo tribuna”.
El hombre se presenta, da su nombre y se llama a si mismo enfermo alcohólico. La concurrencia lo saluda a coro por su nombre. El hombre dice que lleva más de diez años sin beber y que gracias a su Poder Superior y a su Voluntad no ha tomado en las últimas veinticuatro horas. El hombre habla sobre sus días de alcohólico. Sus ojos se llenan de ira al referirse al borracho que fue. Dice que muchas veces se ha preguntado si merece estar vivo. Da las gracias a Dios porque esa decisión no recaiga en él. Mirando a las mujeres de la sala habla sobre las violaciones de los alcohólicos a sus mujeres. No violaciones como las de las noticias, dice, sino violaciones que se dan noche a noche en silencio, cuando el enfermo alcohólico que regresa a casa fuerza a su mujer a tener sexo. Dice que esto es también una forma de violación, la más cotidiana y oculta. Las mujeres de la sala asienten con las cabezas en silencio.
Uno tras otro los asistentes van pasando a la tribuna, presentándose ante la concurrencia, dando su testimonio y volviendo a sus asientos un poco más livianos. Uno tras otro van contando el fondo que tocaron con lujo de detalles, la cara más oscura a la que los enfrentó su adicción: Marta se prostituyó un centenar de veces a cambio de vino en Plaza de Armas. Juan intentó cortarle la garganta a su mujer frente a sus hijos una navidad, apretó el cuchillo contra su cuello hasta que tuvo que devolverle la botella de pisco que le había escondido. Héctor perdió su pierna al quedarse dormido al lado de la línea del tren. Carlos despertó sin ropa y cubierto de sangre en una plaza de una ciudad desconocida una mañana de invierno…
La reunión se interrumpe. Entra a la sala una muchacha afirmada del brazo de Héctor, uno de los directores de la casa. Es su primer día. El coordinador se detiene y la invita a tomar asiento. La mira a los ojos y le dice con voz paternal que desde ese momento ella pasa a ser la persona más importante en la sala: que la reunión está dedicada a ella. La joven se presenta. Su nombre es Alicia. Alicia en el país de los caídos, de la bilis sin sueños, de la borrachera seca. Cada día llega una nueva Alicia. En Alcohólicos Anónimos el nombre no significa nada: la base de la recuperación es el anonimato.
Todos los que trabajan y visitan la casa son alcohólicos. Todos fueron un día Alicia, aspirantes a pasar sus tardes hablando de sus vidas pasadas junto a otros alcohólicos, intentando llenar el vacío que la abstinencia trajo a nuestras vidas. El vacío que antes inundaban de alcohol.
Se acercan las fiestas y se siente en el aire. Si la primavera es la estación de los suicidas, las fiestas son temporada oficial de recaídas en Alcohólicos Anónimos. En Navidad y Año Nuevo la casa no cierra durante las veinticuatro horas. Durante esas dos noches la sede no da a abasto. La gente come, baila, conversa, fuma y vuelve a sus casas a salvo en las primeras micros de la mañana, cuando las botillerías ya han cerrado. Cuarenta y cinco reuniones alcancé a purgar mis culpas en Alcohólicos Anónimos. Justo la mitad de las recomendadas por los veteranos. Cuarenta y cinco tardes en que cerré los ojos al comienzo de cada reunión recordando mis fondos, el por qué había llegado a ese lugar. Cuarenta y cinco reuniones en que abrí la herida para no olvidarla, en que escuché sus historias y conté un par de las mías. Cuarenta y cinco tardes en que me abracé a ellos cuando las reuniones llegaban a su fin y en que terminé por confirmar que mi lugar no estaba ahí, que tenía que darle un nombre a mi alcoholismo si quería continuar sobrio, abrazarlo y sacarlo del anónimo. Cuarenta y cinco reuniones tardé en entender que la tribuna en la que yo necesitaba hablar para sanar siempre había estado frente a mí, en la inmovilidad del papel.
Antes de continuar permítanme presentarme. “Mi nombre es Nicolás Cruz Valdivieso, enfermo Alcohólico. No he bebido en las últimas veinticuatro horas…”