(De)generación espiritual en “Succión” de Nicolás Poblete

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Por Camilo Palma Erices

 

Succión. En español, sustantivo femenino deverbal que refiere la acción o efecto de succionar, es decir, sorber, extraer, atraer alguien algo (o a la inversa [de preferencia un líquido {usualmente con los labios}]) gracias a un diferencial de presión de aire, resultado de la relación entre dos medios. En chilensis: el acto de chupar, una, dos, “a” veces, sin parámetros ni medida.


Pero todo buen título debe ser llave y cerradura, y eso Nicolás Poblete parece entenderlo a la perfección. “Succión”, como se titula su última novela, es un buen ejemplo. ¿Por qué “Succión? El significado de la palabra ya está dado, pero lo que pudiese o no implicar en la novela es, hasta esta coma, aún desconocido. El lector podría preguntarse por la razón de dicho título. A medias entenderlo en la página catorce, diluir su seguridad con el transcurso de las páginas, y perderla totalmente al término de la lectura. Pretender develar (pese a que nunca ninguna obra se muestra por entera) en este preciso momento todos los secretos del libro, no tendría sentido para quien quiere dejarse arrastrar por esta novela como por la autopista, su autopista, el vehículo en marcha ‘Confort’, quieto, móvil, a plena noche y mientras los focos pasan intermitentemente a los costados, uno tras otro, uno tras otro. Pero sí lo tiene el prevenir al lector sobre lo que hay enfrente y sobre lo que vendrá al dar vuelta la página o descender hoja a hoja en el archivo, y para ello el título se posiciona como pieza fundamental, como piedra de anclaje.


Recordará el lector esa primera aproximación: sustantivo deverbal. No se pretende dar lecciones sobre el tejemaneje de la lengua ni de sus principios gramaticales, por lo que solo basta decir que un sustantivo deverbal es aquel que se deriva de la materialidad de un verbo, y el verbo es, en este caso, ‘succionar’. Pero además dicho verbo suele usarse de manera transitiva, lo que implica la existencia de dos entidades independientes la una de la otra: aquel(lo) que succiona y lo succionado. Surgen así las preguntas definitivas, incógnitas por las que se cuela un primer vistazo a la intimidad del libro, mella y apertura en su flanco de fiera incomprendida del río, intocada, absoluta, triste, si algo vale esta alusión al poema “Ven de la luz, hijo” de la maravillosa Stella Díaz Varín. Entonces, ¿succión de qué? ¿por quién? Y lo que es más: ¿succión de quién y por qué? Saber responder a estas preguntas, entender quién succiona qué cosa y por qué lo hace, es resolver gran parte de la intriga que encierra la novela de Nico Poblete, así como la posibilidad de descubrir la amplitud de su discurso. Así, a simple vista, leyendo tan solo el título, la cerradura parece un tanto azumagada, mohosa, difícil, hasta que se descubre que la contraseña, el código que la devuelve (regurgitándola) a la vida, se halla al alcance de la mano.


Sarai, la protagonista y narradora, es, en efecto, como alguien ya ha dicho por ahí y como puede desprenderse de la presentación del libro, una mujer de clase alta que toma bajo su protección a la madre y al padre de Ingrid, “La niña Hermosa”, muerta en un accidente de tránsito ocurrido en la autopista central y a cuyo nombre se han erigido (varias) animitas, rebosantes y desbordantes de peluches que incluso tienden a abalanzarse sobre los vehículos en circulación. El capital de Sarai, del que no se tiene ninguna duda, ha sido principal y estratégicamente moldeado por su padre, Alfonso, cuyo tacto para los negocios lo ha hecho inmensamente rico, pero sin ese desdén por los otros que es tan fácil atribuir a la gente de su clase; y ella, convencida de sus regalías, de sus privilegios genética y socialmente adquiridos, decide compartir algo de su fortuna con los padres (madre y padre) de Ingrid, acometida por un arrebato, un sentimiento confuso que no logra definir con claridad y que no se sustenta ni en la caridad ni en la compasión, sino en la necesidad, entre antojadiza y presuntuosa, de subirlos de pelo, de estrato, de propulsarlos hacia algo que no son y en lo que quizá no se reconocen, aun cuando aparentan sentirse a gusto; el, a fin de cuentas, arribismo que tan bien caracteriza a la sociedad chilena y del que tan poco se ha hablado, pues no hay palabras con las que dimensionar sus alcances.
Sin embargo, decir esto es quedarse con la mitad del libro atragantada, a medio andar entre la boca y el estómago. Imprescindible entonces volver sobre el título y las anteriores incógnitas. La primera clave que se da sobre la succión tiene que ver con la animita de Ingrid, aquel santuario repleto de peluches y de residuos sintéticos que la gente ha erigido como a los pies de un santo. Y (sin transparentar demasiado la escritura y evitando spoilear algún suceso de mayor importancia) refiriéndose a esto es que Sarai, tras su faceta de narradora, caracteriza el lugar donde se emplazan las animitas como un agujero negro, capaz de succionar y de arrastrar hacia sí a las personas.


Demasiado sencillo sería decir que el anzuelo por el que las personas se congregan alrededor de las animitas es la muerte. Tampoco sería válido hablar de la conmemoración de “La niña hermosa”, pues pocos o ninguno de sus visitantes la conocieron en persona, más allá de las imágenes y fotografías desteñidas. Todo se esclarece (y degenera) cuando Sarai reincide en sus cavilaciones y define el lugar (sin librarlo de su naturaleza de agujero negro) como un mall; un mall que, en este caso, responde a un comercio de favores, mísero canje de peluches por la posibilidad del milagro o de la indulgencia. Las animitas son, en primera instancia (pues hay [cuando menos] una segunda), lo que succiona a infinidad de mendicantes, mientras que, paralelamente, la infinidad de mendicantes es lo succionado por las animitas. Las animitas ejercen una fuerza perturbadora en el ánimo de la gente, y tanto la búsqueda de una voluntad divina como lo pintoresco y trivial de las ofrendas, hacen de la peregrinación un acto comparable al ritual; sin embargo, no parece ser necesaria la intermediación propiamente religiosa, y sí la de los peluches de plástico en cuyas materias pobres y sensibles la mirada se distrae. No deja de ser interesante este redireccionamiento de la fe y de lo sagrado. Iglesias, parroquias, acaban siendo sustituidas por un tramo de la calzada; las figuras de vírgenes y santos que comúnmente adornan los interiores, por una persona cualquiera de la autopista; las velas e imágenes religiosas, por peluches, muñecas y baratijas sin uso establecido.


Pero Ingrid era hermosa; en palabras de Sarai (más parca): linda. La devoción de las personas también encuentra un sitio en ese amago de belleza y perfección que viene a ser Ingrid, cabellos y ojos claros, especie de ángel que por el sufrimiento ha trascendido los sufrimientos terrenales. Lo bello es digno de adoración, y si no que el lector consulte a los poetas de al menos veinte siglos atrás. Pero lo que se entiende por belleza varía de una localidad a otra, de uno a otro tiempo, de una a otra persona; y si la novela está confeccionada en territorio nacional (que lo está), no sería primera vez que alguien resalta, logrando cierto grado de admiración, por su aspecto entre caucásico o germano, independiente de que sea más chileno que todos los chilenos juntos.
No es necesario herir la sensibilidad de nadie: suficientes ejemplos hay en el día a día que revelan cuál es el canon de belleza por antonomasia. Pero la sobrevaloración de la apariencia de Ingrid parece no tan solo radicar en la acentuada claridad de sus facciones, sino además en un deseo intrínseco y generalizado de ser como ella, de aproximarse aunque sea un poco al estado de perfección en que la abandonó la vida. “La niña hermosa”, más hermosa incluso (porque así su belleza la pueden esparcir los cuatro vientos) después de muerta, es ganadora de una extraña lotería genética, que en términos de compra y venta la convierte en una figura mucho más rentable a la hora de interceder por la fortuna de la gente. Porque Ingrid, en efecto, a los ojos de todos los que se congregan alrededor de las animitas en actitud de súplica, cumplió su tiempo siendo aún bella y joven, afortunada como pocos, y quienes van y se arrodillan frente a su imagen, aspiran a que algo de esa misma fortuna descienda sobre ellos, dispersando inseguridades y acortando distancias con su ideal de vida.
Pero aún hay más. ¿Quién no asocia dinero con cabellos y ojos claros? Y hoy más que nunca, pues la fortuna se instala desde sus dos principales acepciones casi como un solo ente, fortuna idéntica a la fortuna, la dicha igual a las riquezas. Y más aún: ¿por qué secreto principio se regalan simples artículos de plástico a quien se halla (si se ha de hacer caso a los preceptos religiosos) en una dimensión espiritual? Ni siquiera Sarai sabe dónde está enterrado el cuerpo de Ingrid, pero todos acuden a ese mismo sitio en la autopista, a ese mismo lugar donde se intenta sujetar el alma de “La niña hermosa”. El oficio cristiano es algo más comprensible: llevar flores a la tumba de la muerta. Pero, ¿esto? ¿No da la impresión de que algo no calza, de que algo carece de sentido por más vueltas que le dé uno? Tampoco ayuda la perspectiva de Sarai, su visión de lo miserables y absurdas que son esas ofrendas, sin más valor que el de sus cualidades contaminantes. Y, no obstante, la gente confía en ellas y se deja llevar por la atracción del mall.
Si no fuera porque la sociedad moderna se halla completamente degenerada por un mercantilismo barato y una ley fundamental de oferta y demanda, no habría razón para hablar de todo esto, y posiblemente ni siquiera existiría esta novela. Pero “Succión” existe, y lo otro, también. Ese acto tan tímido, casi infantil, de llevar peluches a las animitas, destaca la transversalidad de la materia, que llega a someter incluso los temas espirituales con sus etiquetas de Made in China, equivalentes la adoración prodigada a Ingrid y la prodigada a los productos con que se realiza el canje. La posesión, no importa de qué, es en muchos casos un sueño irrealizable, pero la gente teje y desteje su fortuna en la figura de Ingrid, sigue soñando sin importar las consecuencias, posee brevemente un peluche o una muñeca con la (quizá) vana esperanza de que las posesiones se le multipliquen.
A propósito he dejado de mencionar la relación entre el término “succión” y la experiencia de los lactantes. Si bien es cierto que corresponderá al lector descubrir el nexo entre ambos, no se puede obviar la importancia de este aspecto para la novela. La guagua, una vez que se halla frente al pezón materno, huele, acaricia, palpa esa fuente de ansiedad y de deseo, dispone los labios alrededor de ese halo dulce, y succiona como si el mañana no fuese a llegar más nunca. Este acto es propio de una necesidad biológica, y en cuanto la guagua se ve satisfecha, suele ocurrir que se está tranquila y duerme, e incluso hay veces en las que cae dormida durante el acto mismo, cansada de quién sabe qué. Sin embargo, este nexo entre la succión y el lactante (una pista: “sacaleches”), aparece matizado en la novela no ya por la simple necesidad biológica, sino por la búsqueda de una ocasional satisfacción, de una voluptuosidad que estriba en el capricho y que solo unos pocos acaparan, la clase social a la que pertenece Sarai y que la escritora Lina Meruane distingue como profundamente atravesada por los valores de una masculinidad que lo abarca todo, al tiempo que congrega y domina lo producido y lo reproducido.
Sarai es también parte de este engranaje: ella ayuda a los padres de Ingrid porque quiere hacerlo, como quiere hacer cualquier cosa que se le ocurre porque tiene el dinero y los recursos (más que) suficientes. Todos buscan una total satisfacción más allá de la biología, pero quien tiene los medios para cumplir ese deseo, en todo lugar y a cada hora, es la clase social a la que pertenecen Sarai y su padre, y a la que intentan aproximarse como a manotazos la madre y el padre de Ingrid. Es aquí también donde se enmarca un visible desprecio por lo autóctono. En esta búsqueda del placer sin medida, de la acaparación de todo lo posible, lo nuevo (casi siempre extranjero), lo caro, lo inútil, cuya importancia guarda relación con ese mero atisbo de gozo, es más rentable y más llamativo que cualquier producto nacional, y se lo privilegia por encima de los mismos gracias a esta estructuración arribista del ser humano, que siempre pretende tener lo que no tiene y ser lo que no es.
Sin duda que quedan muchos aspectos por develar en la novela de Nico Poblete, pero eso ya quedará para el lector. Lo interesante, lo bueno, es que lo haya, pues una novela, una escritura que no comunica nada ni rompe, como dijera Kafka, el mar helado que hay dentro de nosotros, no tiene sentido. Nico Poblete sabe de esto, y será una verdadera tanda de sensaciones (y reflexiones) la que embargará al lector durante la novela, succionado como ha de ser por esa prosa elástica y sincera de crisis y contingencia que tan bien sienta a la pluma del autor.

 

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