Por Jack Elkyon
Dibujos de Gottfried Helnwein
Me avergüenzo de mis pies chuecos y mi cara desfigurada. Lo de mi rostro fue un accidente. La gente decía que yo era una niña normal y bonita, hasta que me mordió un cerdo en el campo donde vivía con mis padres. Y como yo era solo una niña no pude defenderme. Pero el animal no tuvo la culpa. Actuó igual que algunos hombres que he conocido de oídas, que andan desesperados por acostarse con cualquier mujer, flacas, gordas, rubias o morenas, y no les importa el daño que hacen en esa aventura. “Cualquier hueco es trinchera” se jactan.
Pero aun así, sabiendo que los hombres se acuestan con cualquiera, nadie quiso acostarse conmigo. Le temían a mi padre, un señor grande y corpulento, que andaba con sombrero y pistola al cinto y que se dedicó a difundir en el pueblo y alrededores que nadie mancillaría a su hija.
Yo quise acostarme con un hombre. Como nadie me lo propuso ni se acercó, tomé la iniciativa. Se lo pedí a Baltasar, mi vecino del campo, que vino a tratar la construcción de un cerco medianero de estacas y alambre de púas. Mis padres no estaban y aproveché de arreglar el asunto, al que no le puse ninguna traba ya que mi mente andaba en otra parte. Le di un par de vasos del mejor vino que guardaba mi padre en una alacena para celebrar el trato, pero en verdad quería calentarlo, pues es bien sabido que el trago excita a los hombres. Se lo solicité así no más, de frente. Hasta le dije que me lo hiciera desde atrás, para que no tuviera que verme la cara y que yo me inclinaba sobre la mesa y escondía la cara con mi pelo largo. Le insinué que mi cuerpo estaba bien, que mi piel estaba blanquita, porque no había sido tocada por el sol. Que mis pechos todavía estaban firmes, con sus pezones morados hinchados por falta de cariño. Aprovecha, le dije, que no soy virgen. Pero no quiso, huyó despavorido como si lo hubiese amenazado con una escopeta. Lo sé, es porque soy muy fea, no soy gusto de hombres. Él muy tonto no volvió nunca más. Ahora manda a su hermano casado para ver los temas del campo.
El accidente que tuve con el cerdo me dejó la cara lacerada y marcas de heridas. Pero lo que más me angustia son mis piernas. Apenas puedo caminar. Todavía siento dolor. Y no puedo quejarme, porque no fue un accidente, yo soy la culpable. Hace como tres años me tiré del puente del Río Bueno, ése que tiene como sesenta metros de altura. Quería matarme porque hace mucho tiempo que mi vida está acabada y también quería liberar a mis padres de sus preocupaciones. Con tan mala suerte, o buena suerte, depende como se mire, que caí en el río con los pies hacia abajo, resultando una doble fractura de tibia y peroné en ambas piernas. Igual sobreviví. Me rescató un bote con pescadores.
En el pueblo la gente ignorante dijo que había sido un milagro, que me protege San Pantaleón, patrono de los enfermos, quien se compadece de todos. Pero, la verdad, es que yo creo que estoy maldita. Ni siquiera puedo matarme.
Estuve varias semanas en el hospital y después seguí la convalecencia en casa. Fue para peor. Traje más angustias al hogar. Poco después mi padre enfermó de un cáncer fulminante. Ni siquiera pude atenderlo porque no podía caminar. Aunque ahora, pensándolo bien, tampoco lo hubiese cuidado. Esa casa parecía la sala de un sanatorio, mi padre y yo allí postrados, en esa humilde casa de mierda y mi madre, atareada, dividiendo sus quehaceres entre los dos.
Pobre madre, la compadezco, a los seis meses que murió papá ella lo siguió. Prefirió morirse de repente, se extinguió como una chispita, amaneció inerte una fría mañana de invierno. Intenté pero no pude despertarla. El doctor dijo que había entrado en marasmo, o algo así, y que murió de depresión. Había dejado de comer, de salir, soltó a los cerdos de su pocilga, los cuales, carentes de autoridad humana, retomaron su espíritu salvaje. Y yo, aquí, moviéndome apenas, no vi que se estaba muriendo poco a poco.
Sin embargo, no todo es desgracia. Mis padres vienen a acompañarme en mis noches de soledad. Enciendo el antiguo tornamesa, soplo la aguja y pongo aquellos discos de vinilo que tanto les gustaban. Sus cuerpos están jóvenes, como cuando todavía se querían, traslúcidos, en la forma que tenían antes de mi accidente con el cerdo. Ellos bailan al son de mariachis clásicos como “Volver Volver” o “Las Mañanitas”, que les encantan. Yo los observo desde una esquina y río con ellos, ya no tengo heridas en la cara, mis pies funcionan y todos somos muy felices. Mi padre ya no huele a porqueriza sino a colonia, a amabilidad y protección. Después de una noche de alegría, ellos desaparecen, como se ocultan los árboles entre la niebla.
En mi mente me quedo con las palabras de mi madre, que me expresa que yo sigo siendo una joven linda y hermosa, que ahora que ellos se fueron he quedado liberada: tienes que hacer tu vida, encontrar un buen hombre, formar una familia, me dice. Pero yo respondo que no puedo, que ningún hombre me querrá. Entonces me toco la cara con las manos temblorosas y le muestro las marcas que me dejó el marrano en la cara y, además, le digo, tengo los pies chuecos. Pero ella, acariciando mi cara en forma suave y firme, como nunca lo hizo en vida pues su estado siempre fue el silencio y la pasividad, añade que tengo que olvidarlo, que así como los huesos de mis piernas soldarán algún día, debo superar las heridas que me hizo el verraco que se vistió de mi padre siendo niña, pues tú, hijita, me dice, no tuviste culpa de nada.
Pero yo ya no la escucho. Solo lamento no haberme tirado de cabeza en el río.