Por Natalia Berbelagua
En el sur de Chile, habitan unos pájaros carroñeros a los que llaman “Traros”. Tienen predilección por el nacimiento de otras especies. Esperan pacientemente hasta quitarle los ojos a las crías, se los arrebatan al lado de sus madres recién paridas, condenando al animal pequeño a la ceguera y a la muerte. La brutalidad de esta historia campesina, ha cruzado las fronteras más allá de la mitología. En medio de las manifestaciones populares del país en estas últimas semanas, casi doscientas personas quedaron ciegas por disparos efectuados en las calles, después que el presidente del país, Sebastián Piñera, le declarara la guerra a los ciudadanos.
Las cifras confirman una urgente estadística: nunca, en todo el mundo se han generado tantas lesiones de esta envergadura en tan poco tiempo. Las plazas y las calles de Chile se han transformado en bosques nocturnos, donde las fuerzas armadas como cazadores avezados, apuntan al objetivo de acabar con la normalidad física, queriendo dejar a la población manifestante sin el símbolo del ojo: la percepción universal del intelecto.
En 1884, Claudio Matte, educador chileno, escribió un silabario para que se aprendiera a leer de otra forma. Fue popularmente conocido como “El ojo”, debido a que es la palabra que encabeza el manual. Tiempos remotos donde la lectura significaba dignidad, para un pueblo que luchaba contra el analfabetismo. Los años se sucedieron rápido hasta que la dictadura de Pinochet por casi veinte años, arrasó con la educación pública y esclavizó económicamente por medio de una constitución, a la ciudadanía sin privilegios ni contactos. La sociedad chilena no tuvo tiempo de leer la letra chica de los pagarés que debió firmar para conseguir bienes y consumos, endeudándose para sobrevivir. Aprender a leer en este caso, no fue sinónimo de un desarrollo potencial y participación plena en la comunidad. La mirada se desvió hacia la lucha diaria por salir de la pobreza individualmente, sufrimos en estos años de miopía y astigmatismo social disfrazado de estabilidad y éxito. Hoy las calles de Chile están rayadas con el mensaje: “Antes estaba todo bien pero era mentira, ahora estamos mal pero es verdad”.
Hace cosa de pocos años, una mujer apareció en las calles de Aysén sin sus dos globos oculares. Nabila Riffo se convirtió en un emblema de la violencia de género. Nos parecía hasta entonces, un ensañamiento que no tenía precedentes, que superaba la ficción. La alevosía la condenaba de por vida a las tinieblas, mientras la colectividad debatía quién era el verdugo. No imaginábamos que poco tiempo después, la asistencia pública se llenaría de jóvenes mutilados por las balas en medio de las protestas, que en los puentes y en las plazas funcionarían improvisados hospitales de campaña para curar heridos y sacar balines del cuerpo. Lo que la prensa en su momento hacía pasar por un crimen pasional en el caso de Nábila, esta vez lo circunscriben a los coletazos de reestablecer el orden público. Varios sindicatos de periodistas de prensa escrita y canales de T.V acusan intervención del gobierno en las pautas informativas.
En ambos casos, no hay más que el hecho fehaciente de la violación de los derechos humanos. Después de la irresponsable declaración de Piñera “estamos en guerra”, militares y carabineros salieron de los cuarteles con el fusil al hombro, para apuntar bajo la ceja a todo el que se le ha cruzado en su camino. Las manifestaciones tienen hoy en sus calles a gente que marcha con los ojos vendados, llevando carteles donde explican que seguirán luchando por un país más justo aún en la ceguera.
Hace unos años, impartí en una universidad un curso sobre la violencia en la literatura latinoamericana. Revisamos “El niño proletario” del escritor argentino Osvaldo Lamborghini, como el reflejo de una sociedad feroz donde el que tiene menos, es vejado hasta el aniquilamiento por los poderosos. En ese curso, los participantes desviaron sus bocas en muecas de dolor y asco, más de alguien salió de la sala conmocionado por la crudeza del relato. Hoy es el gesto que tenemos adosado, que no podemos eludir ni siquiera en el sueño, porque la memoria se nos devuelve como un boomerang. Somos tres o cuatro generaciones que saturadas de información callejera, intentamos cerrar los párpados por la noche entre el ruido de los helicópteros. La banda presidencial y el uniforme nos quitan lo que nos fue dado por gracia o evolución. El ojo que apunta al pasado o al futuro ya está marcado de por vida. No solo vemos el horror, sino que él también nos mira.
Roberto Bolaño lo dijo mejor que nadie en su famoso cuento “El ojo silva” refiriéndose a su generación y seguramente nosotros lo comprobemos en unos años más, reescribiendo esta historia dramática:
“Lo que son las cosas, Mauricio Silva, llamado el Ojo, siempre intentó escapar de la violencia aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende”.