Por Rodolfo Walsh
Dos enviados de Panorama –Rodolfo Walsh y Pablo Alonso– pasaron una semana con los leprosos de la Isla del Cerrito, en la selva chaqueña, donde los monos aúllan como el viento y las víboras miran de cerca una larga hazaña. No era el paraíso, pero tampoco era la Isla del Diablo. Era una historia humana y una aventura humana. Desde estas páginas, los últimos parias del siglo XX asumen un rostro y reivindican una voz.
A ese hombre no se le podía dar la mano, aunque uno terminara por sentirse su amigo. A esa muchacha no se la podía tocar, aunque su bonita cara de campesina sonriera y sus pechos bajo el vestido floreado fueran una inmemorial tentación. Todas las noches, cuando salíamos de la zona y volvíamos “a casa”, Pablo y yo nos lavábamos las manos. Si uno se olvidaba, el otro coreaba el improvisado jingle: “Agua y jabón, agua y jabón ” que era la receta exclusiva con que el mítico cabo Cardoso venía defraudando durante veinticinco años al bacilo de Hansen, ácido-alcohol-resistente. Después nos enjuagábamos simbólicamente por dentro con ginebra y caíamos rendidos, a soñar cada uno sus sueños, sus biblias, sus diálogos con una nueva cara del mundo, hasta que los carayás aullaban a las seis de la mañana como un viento sostenido y voluntario. En la ciudad de Corrientes, una semana antes, habíamos hablado con el director del Sanatorio Aberastury, uno de los cinco leprosarios que existen en el país. El doctor Iglesia autorizó el viaje y nos dio la llave de su propia casa en El Cerrito. En la madrugada siguiente viajamos a Paso de la Patria y embarcamos en la decrépita lancha que diariamente hace el cruce. La boya Kilómetro 1244 marca sobre el Paraná la ubicación de la selvática isla de 12.000 hectáreas. Geográficamente pertenece al Chaco, pero un decreto del año 1926 la declaró reserva nacional, y leyes posteriores la adjudicaron al Ministerio de Salud Pública de la Nación. Sobre la loma que le da nombre, los grandes edificios del sanatorio se divisan desde lejos en la temprana luz del sol. A ambos lados, la costa boscosa desciende hasta niveles de inundación, albergando los ranchos de los setecientos pobladores isleños a quienes la presencia del leprosario no ha conseguido intimidar. En la confluencia misma del Paraguay y el Paraná, está el puerto. Allí el agua hierve permanentemente con sorda furia y los colores de los dos ríos –uno rojizo, otro azulado– no se mezclan nunca. El camión que venía a recoger el personal de guardia nos llevó por el pavimento de un kilómetro hasta el sanatorio, donde viven y trabajan, en cuarenta grandes edificios, noventa y cinco empleados y 241 enfermos de lepra. Con ellos íbamos a convivir una semana. Antes de salir de Buenos Aires, se nos dijo que usaríamos guardapolvos, gorros y guantes. No fue así, por suerte. En todos esos días entramos y salimos libremente de la zona, hablamos con los enfermos, visitamos sus pabellones y sus ranchos, nuestros grabadores y cámaras fotográficas reposaron en sus camas o en sus sillas. No había otra forma de hacer el trabajo. En última instancia, nos ateníamos al dictamen del doctor Iglesia: –La lepra es la menos contagiosa de todas las enfermedades infecciosas.
UN ROSTRO ANTIGUO
La zona de reclusión abarca unas diez hectáreas con veinte grandes pabellones. Un alambrado la separa del bajo o zona limpia, donde se distribuyen los edificios de la administración y vivienda del personal sano. Con sus naranjos, sus palos borrachos, sus canteros de teresitas y penachos dobles, su césped cortado, el sanatorio parece un gran parque. La edificación es excelente. Todo está limpio, cuidado, paradisíacamente ordenado. –Pero vean primero lo peor –dijo el doctor Obregón, usando con nosotros una especie de psicología quirúrgica. El pabellón de imposibilitados (cuarenta hombres y mujeres) era realmente lo peor, la desgracia sin atenuantes, la carne del hombre sometida a una lenta explosión, que arranca acá una mano y allá un pie y termina rodeándose de fealdad, ceguera, desesperanza, locura. Por más que uno haga, es difícil aceptar el mal gratuito en su formidable aparición. Uno se pregunta qué espíritu ordenador pudo planear –permitir– una cosa como ésta. No hay réplica, por supuesto, y es preciso aferrarse a algunas reflexiones salvadoras, algunos tibios consuelos. El espíritu del hombre, por ejemplo, parece invencible cuando en el extremo de la aflicción se amuralla en el humor. Pronto hubo risas en el pabellón mientras el lenguaraz Gabino Lodi, de cincuenta años largos, contaba sus tres viajes a la muerte (tres operaciones) y su firme intención de “seguir mucho tiempo con el mono arriba”. O al considerar a ese pedazo informe de ser que apodan Gandhi y del que todos se ríen en sordina, pero que persiste en sus ejercicios de concentración espiritual, en sus secretas abluciones, en sus diálogos rituales con un tiempo silencioso que se le escapa por cada una de sus llagas. Después habló la razón: –Este es el pasado –dijo el médico–. Son las reliquias de la era presulfónica.
EL MILAGRO SECRETO
Cuando en la década del treinta aparecieron las sulfas, nadie sospechó que cuarenta siglos de historia formal de la lepra iban a dar un vuelco. Se conocía el bacilo causante del mal (Hansen); la descripción de síntomas figuraba desde la remota antigüedad en centenares de textos médicos y literarios; las formas benignas (tuberculoides), malignas (lepromatosas) e intermedias estaban clasificadas; pero en la curación no se había avanzado un paso. Hacia 1950 las sulfonas madres y las sulfas lentas, administradas en inyecciones o comprimidos diarios, eran ya el tratamiento de rigor, y el viejo aceite de chalmugra –único paliativo conocido– ingresaba en el olvido. Los resultados fueron tan espectaculares que se habló de curación definitiva. Empezó entonces una polémica que dura hasta hoy y que parece depender de matices verbales. Todos aceptan, efectivamente, que en la mayoría de los casos el tratamiento detiene el avance de la enfermedad, y que en los casos más favorables la hace retroceder hasta que el bacilo desaparece. En ese momento el paciente está negativizado o “blanqueado”. No es contagioso ni debe ser recluido, aunque tenga que seguir tratándose. La resistencia de muchos médicos a hablar de curación se basa en lo prolongado del tratamiento. La lepra tiene el período de incubación más largo conocido, hasta veinte años, aunque el término medio oscile entre seis y ocho años. Hay que desandar ese largo camino. Además, las sulfas son tóxicas: atacan el hígado y los riñones. Por último, la precocidad del diagnóstico y la internación parecen esenciales para un tratamiento eficaz. Contra esto conspiran en Argentina la ignorancia y la miseria de las zonas rurales donde cunde la lepra; una legislación reaccionaria que explícitamente divide a los enfermos en ricos y pobres y pretende arrancar a éstos de sus casas policialmente, sin ocuparse de sus familias; y por último, una política sanitaria digna de un clásico país subdesarrollado. El interjuego de estos factores es lo que en última instancia decide si un enfermo individual se “cura” o no. Tal vez cabe decir que la lepra es curable, aunque raramente sea curada. Pero la posibilidad está ahí. En los cinco internados con sus dos mil enfermos, en los escasísimos dispensarios, en la mente de los ochenta leprólogos que existen en el país para atender a treinta mil personas afectadas, una imagen infamante de la lepra se ha ido derrumbando poco a poco. Pero de algún modo es como si todo eso transcurriera en secreto, en el consternado silencio que la mera palabra inspira. Afuera, es como si nadie quisiera enterarse, como si el miedo, el desprecio y la ignorancia consumieran el corazón de los sanos.
–Hay que cambiar la imagen de la lepra –dice el doctor Harvey, subdirector del Cerrito–. Sin eso, nosotros no podemos hacer nada.
SÍNTOMA Y CALVARIO
Gabina Sánchez salió una mañana a cortar leña para su rancho. Cuando se hincó en el suelo, le brotó sangre de la rodilla. –Sangre pasmada –dijo la curandera y le recetó unos yuyos. A Isaías Obregón le aparecieron unos granitos en la cara. A Beatriz Tamayo, una mancha, cuando tenía siete años. Fructuoso Agüero trabajaba en un alambrado, hace diez años: sintió como un “golpe de aire” en el ojo izquierdo y perdió la vista de ese lado. Los síntomas varían, pero las historias convergen: una mujer, un hombre, un chico, viven ese momento crucial en que el mundo cambia para siempre. Casi invariablemente las víctimas pertenecen a un mismo sector social, la gente más desamparada de las provincias cálidas y pobres (índice en Corrientes: 7 por mil; resto del país: 1,5 por mil). La lepra baja a lo largo de los ríos tropicales y como sólo se contagia de persona a persona a través de un contacto prolongado y estrecho, ataca con preferencia a los que viven hacinados, en malas condiciones higiénicas y alimenticias. ¿Qué hace esa gente? Algunos huyen, aterrados.
–Usted los ve ambulando por los caminos –dice el doctor Iglesia–. Cuando llegan a un pueblo, paran en las plazas, debajo de los árboles, como vagabundos, porque nadie quiere acercarse a ellos y ningún hospital los quiere recibir. Otros disimulan y se quedan, hasta que la gente los reconoce por las manchas, las orejas hinchadas, lafacies leonina. Entonces empieza el calvario. –Parece que todo le mira a uno –dice con su golpeado acento paraguayo Ramona Chamorro, de 26 años. –No le quieren recibir la plata –apunta el ex agricultor Antonio Winkler. Y aun este insulto supremo para uno que fue poseedor, palidece ante la ofensa infligida a su hermano José, expulsado sin más trámite de su pueblo por la policía de Colonia Lisa (Chaco). La queja está en todas partes. En los que no quieren salir de paseo aunque les den permiso. En los que no quieren irse aunque los den de alta. En el carpintero Vicente, que maneja las herramientas con los muñones de sus manos y no quiere dar su apellido “porque yo una vez estuve en la sociedad”. –Es una enfermedad muy vergonzosa –dice, repite este hombre joven, minuciosamente pulcro, incansablemente activo–. Usted no sabe dónde meterse.
La voz desciende como si tanteara las paredes de un pozo, la mirada retrocede hacia aquella mañana, la ropa colgada en una silla, y él desnudo entre las paredes blancas y lisas del consultorio, oyendo la palabra serena del médico…
ALCARAZ: EL DESPRECIO
…que tenía quince días para arreglar mis cosas, y que si no me presentaba, su deber y la policía… pero yo le contesté: –No hay necesidad, doctor. Y me vine esa tarde. Cuando yo era yo, vivía en Santa Ana, provincia de Corrientes. Si usted conoce el pueblo, ha de recordar esas calles anchas como plazas, que siempre están cubiertas de pasto y la estación donde pasa el Económico. Ahí jugábamos de chicos con los Cañete y los hermanos Montero. Con Juan íbamos a la doctrina, en la iglesia que hicieron hace más de cien años. A veces salíamos a hondear con goma, o a bolear cuervos. Así fue como al Ambrosio lo dejó medio sordo a Juan, cuando se le rompió la soga y le pegó con un hueso en el oído. Zapateaba Juan, y el Ambrosio déle reírse hasta que vio la sangre. Cuando llegué a sexto, cerraron el grado. Entonces tuve que trabajar, en el matadero. Traía animales, desollaba las reses. Toda la noche, desde la una de la madrugada hasta mediodía. Ganaba diez pesos diarios y tenía once años. Juan Romero era mayor que yo, un hombre. Un día desapareció y los hermanos y la mujer dijeron que estaba trabajando en Buenos Aires. Le cuento porque después lo encontré. El servicio lo hice en la Armada, en Buenos Aires y en La Plata. Con Avelina Ramírez íbamos al cine los sábados, o salíamos con las chinitas. Era mi mejor amigo y me escribe hasta hoy, aunque yo esté acá adentro. Cuando salí, me vine al Chaco, al ingenio de Las Palmas. Siempre he sido fuerte para el trabajo, pero ahí empecé a sentir un decaimiento en todo el cuerpo, y después me salieron granos en la cara y en el brazo. Lo peor fue cuando vi que se me caían las cejas al lavarme la cara. El médico me dijo que el hígado, pero ya tuve un mal palpito, y me vine al especialista. Entonces resultó que era la lepra, la famosa. Era miércoles 22 de julio de 1960, a las once, hora del día. Fui a ver a mi mamá. Lloró mucho, pero ya no quise quedarme, ya tuve mucha vergüenza, ya no quise saber más nada. En el cruce de Santa Ana tomé el ómnibus, y en Paso Patria la lancha. Llegué a las seis de la tarde y entré en el pabellón uno. Me trajeron la comida, pero yo no cené. Fumé dos atados de cigarrillos en un rato nomás. Leía un diario que traje y de reojo miraba a la gente que venía entrando: alguno no tenía más la nariz, y alguno no tenía más la mano. Ay, ay, ay, yo no sabía qué hacer. Esa noche pensé en tirarme al río. Mientras lo pensaba, me quedé dormido. Entonces soñé que no tenía más nariz, me levanté de un salto y me toqué la cara. Bueno, después amaneció, como siempre. En la cocina me encontré con Juan Romero, el desaparecido. Me abrazaba y yo le dije: –Así que vos estabas acá. Los primeros días, era una tristeza. Pensaba en mi gente, y en Celestina, que era tan linda y tenía una cinturita así. En un año nos íbamos a casar. Le escribí, pero no le dije la verdad: le dije que me iba a trabajar al Paraguay.
A los cuatro meses salí por primera vez, y fui a verla. Le hablé bien, le conté todo. Lloró, es claro. Después hablé con los padres. Me querían mucho, pero cuando oyeron lepra, cambió la cosa. Ya me mostraron desprecio, y al fin me pidieron que me fuera. No la vi más, ni la quiero ver, ni la busco cuando salgo. La desgracia más grande ya la tengo. Yo creo que ésta es la enfermedad más jorobada, y hay que tolerar todo. La esperanza, es lo que no se pierde. Uno quiere vivir, y se olvida. Mire, aquí he trabajado de todo: en la cocina, en el archivo, en la intendencia. Fui conociendo a la gente, después tuve una compañera. Con ella hacemos dos sueldos, y siempre alcanza para una camisa, y a veces para un lujo. El rancho, yo lo hice. Corté la madera y la acarreé a hombro. No gasté más que el clavo y el alambre. El tratamiento lo sigo puntualmente. Ahora no tengo más esta manchita y ese alargamiento de la oreja, que se arregla con cirugía. Cuando quiero salir, salgo. Por un día o por quince, nunca me niegan el permiso. Voy a mi pueblo, veo a mi viejita, paseo por Corrientes. A veces me olvido que soy leproso, y a veces me acuerdo, y a veces me hacen acordar. Le hablé de mi amigo Juan. De chico, él dormía conmigo y estábamos siempre juntos. La última vez que lo encontré en Santa Ana, yo le digo: –¿No querés tomar una cerveza? Y él me dice: –Sí. Bueno, entramos en el bar y en el mostrador compré una cerveza, y tomé yo primero, como de costumbre, porque somos de confianza, ¿no?, y me olvidé que yo tenía esa enfermedad, tomé yo primero la cerveza y después le pasé la botella. Entonces él dijo: –No, toma nomás, que yo voy a pedir otra. Aquel sueño de la primera noche, no volví a tenerlo. A veces sueño que estoy con una amiga. A veces que peleo con un amigo: me encaja él una puñalada, le encajo yo otra. O con una víbora que quiere morderme, pero yo la mato, porque nunca disparé. Y muchas veces sueño que alguno llega y me ahorca, y así me encuentro afligido, afligido. Ya no pienso en matarme. Lo pensé una vez y no quiso el destino. Algún día voy a salir. Me iré para siempre, en el camión hasta el puerto, en la lancha hasta Paso Patria, en el ómnibus hasta Santa Ana…
LAS NUEVAS RAÍCES
El hacha brilla al sol y el árbol se derrumba. Es Eusebio Rodríguez, Nicasio Acosta o Ramón Vázquez, el que se para un momento a limpiarse el sudor del torso desnudo, y a mirar el claro ganado a la selva. De aquí salen diariamente doce metros cúbicos de leña para las cocinas y el horno de la panadería. Las lluvias han inundado un potrero y hay que cavar una zanja para desaguarlo. Es Onofre Ortiz el que dice entre dos golpes de pala: –Aquí el enfermo trabaja más que el sano. En una pieza oscura hay doce hombres sentados en el suelo. Cada uno tiene una pila de mazorcas a su lado y desgrana el maíz con la mano. Se oye un ruido monótono, áspero, isócrono: –El que nació burro sabe qué paso debe llevar –explica entre risas el capataz. Hombres a caballo arrean ganado, mujeres sentadas cosen a máquina, oficinistas llenan sus planillas. Los internados hacen la mayor parte del trabajo en la colonia. Una partida del presupuesto a la que llaman “peculio” paga sus sueldos, que oscilan alrededor de los seis mil pesos mensuales. De algún modo esa vasta actividad reproduce el mundo exterior, incluso en las protestas, la sorda rebeldía, el testimonio de las injusticias. Los sueldos se atrasan, la ropa no llega, la comida es mala, “hay hermanitosque no tienen un centavo para comprar la leche”. La cooperativa, que en los papeles pertenece a los enfermos, en la práctica funciona como un almacén caro, manejado por los sanos, sin rendir cuentas, ni dejar ganancias, ni conceder a sus presuntos dueños créditos mayores de 500 pesos. Con todo, los ciento dos hombres y mujeres que en El Cerrito se ganan duramente la vida constituyen una minoría privilegiada. Son, casi siempre, los que tienen su rancho, preparan su comida aparte, compran su ropa, sus cigarrillos o su vino, viven “concubinados” y son acaso menos pobres de lo que serían afuera. A veces llega un día en que el médico les dice: –Puede irse. Le doy el alta. Y oye esta respuesta: –No quiero irme. Porque esa es su casa, su tierra, su gente.
LOS HIJOS DE LA ISLA
“Queda prohibido el matrimonio entre leprosos” dice brutalmente el artículo 17 de la ley 11.359. Los leprosos no se casan: se juntan. Allí, como en las zonas rurales de donde procede el setenta por ciento, no hay sacerdote ni registro civil. La hilera de quintas que se extienden a lo largo de dos kilómetros a espaldas del sanatorio son la antítesis de la villa miseria. Los ranchos de barro y paja están blanqueados, en los jardines hay flores, en los fondos se extienden plantaciones de mandioca, tabaco, banano, cultivadas en los ratos libres o los fines de semana. De este modo viven alrededor de cincuenta parejas y unos veinte hombres solos. Teóricamente cada uno está inscripto en un pabellón. En la práctica son gente libre, que trabaja para un patrón –el sanatorio– y una vez por mes se presenta para la revisación de rutina. Este replanteo espontáneo de los términos normales de la vida es la mayor hazaña humana en El Cerrito. A veces, en reuniones o bailes, hay borracheras, amagos de pelea. Entonces intervienen el comisario y sus tres agentes –internados– que tienen facultad para imponer arrestos. El contrabando, la quiniela y la pequeña usura no deforman demasiado el cuadro. Entre 1960 y 1964 nacieron en el sanatorio 26 niños. La lepra no es hereditaria. Para evitar el contagio se aparta al recién nacido de la madre y se lo envía a la colonia infantil “Mi Esperanza”, en Buenos Aires. El índice de nacimientos bajó radicalmente de ocho en 1964 a dos en 1965, cuando los médicos comenzaron a esterilizar a las madres que lo pedían, mediante una ligadura de trompas.
–Y sí –dice Ramona Falcón, de 19 años–, yo le pedí. Y para qué, una queda a sufrir acá, y las criaturas se van.
Sentada en la cama, hojea una fotonovela. Por momentos, su vida se le presenta también así, como una fotonovela donde ella ama, y es amada, y es feliz, y despojada, pero incluso en los cuadros más duros consigue sonreír con una invulnerable sonrisa, la que traía cuando llegó…
RAMONA: EL AMOR
…a los trece años. Al principio me asusté porque creí que me iban a traer sola, pero cuando supe que venía con mi hermano, estuve más contenta. La primera que enfermó fue mi hermana, y después mi madre. Otro hermano se fue y no vino más. Eramos cinco en un ranchito de una sola pieza, y ahora quedó mi padre solo. Él se afligió, sí que no. ¿No ve que yo era la más chica?
Mi padre trabajaba en una ladrillería. Se levantaba a las cinco de la mañana y volvía de noche. Yo le esperaba con la comida. Es alto, rubio, de ojos azules. Yo le extraño, y extraño la junta: Gabriela y Estela Salcedo, con ellas salíamos en bicicleta y los sábados íbamos a la matine del Rex. Vivíamos en Pueblito Buenos Aires, ¿conoce?, es un barrio en Corrientes. Al principio no me hallaba aquí. Después, en los bailes, me iba a mirar porque no tenía edad, hasta los dieciséis años no me dejó el director que baile. Pero ya antes de eso conocí a Ornar y me fui a vivir con él. Era un alto, rubio, buen mozo. Veintitrés años tenía. Buenito, callado. Allá para el fondo teníamos un ranchito. Un año nomás estuve con él, después le dieron de alta y se fue, y no me escribió más y tuvo otra señora afuera. Le extrañé, sí que no. Alrededor de dos meses, hasta que dejé de extrañarle y me fui con Felipe. A éste le quise mucho. Mire que Ornar era el primero, que le podía querer más, pero no. Felipe, él con todos se daba. Rato que estaba de balde, rato que se iba por ahí tocando guitarra. Tocaba punteado y cantaba. El primer hijo, no quiso reconocer él. Me enojé, por un rato: a mí no me dura el enojo. Los dos últimos, ya reconoció él. Un varón y dos nenitas, rubios también. Alcancé a verlos cuando los tuve después se los llevaron. Ni tenerlos un rato, ni tocarlos, ni nada. Y sí, después le mandan la foto, y le dicen cómo están y que aumentaron de peso. Pero no es lo mismo. Una siempre los extraña. A Felipe le gustaba tomar. Yo le retaba: Terehó coágüi, le decía, que se vaya. Pero él no se iba, porque no sabía guaraní, y se moría de risa. Cuando yo anduve grande de la última, se emborrachó una vuelta y cayó preso. Estuvo siete días y tuve que pedir al administrador por él. Lo sacaron entonces. Pero ya no quiso quedar más, porque él dice: “A mí me gusta tomar, y cada vez que tomo, me meten preso, entonces me voy”, dice. Pidió su traslado a Posadas y se fue. Allá tiene otra señora, y sí, pero qué, hay que olvidarse. Todos se van y me dejan. Ahora ando afilando con otro, pero éste es morocho. Me salieron mal los blancos…
EL TEJIDO SOCIAL
Expulsados del mundo, menos de la mitad de los leprosos del Cerrito han reconstruido el tejido social a imagen y semejanza de ese mundo. El que trabaja, gana dinero; el que tiene dinero, puede levantar su rancho; el que tiene un rancho, puede cultivar una quinta, llevar una mujer. Pero igual que afuera, no todos tienen y no todos pueden. Los fondos del peculio alcanzan para emplear a cien enfermos. Los ciento cuarenta restantes se convierten en desocupados, y así reaparecen las clases en el seno mismo de una sociedad de parias. Teóricamente, la administración rota las vacantes. En la práctica, van siempre a los más dotados, los más hábiles, los menos enfermos. Ser desocupado en el leprosario agota los límites de la desdicha. No es sólo el tedio, la sensación de inutilidad; es la desposesión misma. Los que están en el peculio donan el cuatro por ciento de sus sueldos a los que no están. Pero esto también se parece demasiado a las formas que asume la caridad en el mundo exterior. Las cifras de desocupación coinciden prácticamente con las cifras de los que deben aceptar la comida del sanatorio: ciento tres hombres y veintinueve mujeres. En ellos la queja asume acentos dramáticos:
–Estos hombres son unos desalmados –dicen simplemente refiriéndose al personal sano de la cocina–. El guiso sin sal; el cocido sin azúcar; la polenta cruda; los fideos sancochados. Los que trabajan son felices. El sanatorio les da cuatro galletas y medio kilo diario de carne por persona, que pueden preparar a su gusto y a su tiempo, con las verduras de su quinta.
En términos de amor, de sexo, de simple compañía humana, la desigualdad se recorta sobre el mismo esquema, agravado por una circunstancia aparentemente fortuita. El número de hombres (164) es más de dos veces superior al de mujeres (77). Se comprende con facilidad que la posesión de una mujer sea particularmente codiciada. Se comprende también que las mujeres prefieran a los mejor dotados, los más fuertes y, por supuesto, a los que trabajan y tienen un rancho. Para los demás, es la soledad, agregada a la pobreza y a la lepra. Entre estos solitarios, estos descontentos, se recluían los que tienen el ojo puesto en el ancho río y en la fuga.
NOSTALGIA Y FUGA
Lo encontramos una tarde de mucho calor, en camiseta, acodado a una cerca en el confín del camino donde sólo transitaba el polvo bajo la luz verdosa de los árboles. Su mirada perdida veía pasar muchedumbres, autos, espejismos.
–¿Saben lo que yo quisiera? –dijo de golpe–. Quisiera estar sentado en la vereda, en un bar de la Avenida de Mayo, tomando una cerveza. Nos miramos con Pablo y creo que el mismo deseo nos unió a los tres: irse, dejar esto, volver –¿por qué no?– a esa vereda que tanto extrañaba Bibiano Acuña. Sólo que para nosotros habían pasado cuatro días, y para este correntino aporteñado que lustraba como una magia algunas palabras del lunfardo –laburo, poligriyo– habían pasado muchos años, borrando el recorrido de la línea de ómnibus en que fue chofer, inundando la cancha de San Lorenzo y ahogando a sus multitudes, agriando para siempre los tangos de la orquesta de D’ Arienzo. Nos volvimos, nos íbamos ya sin nada que decirle, y todavía la voz cansada insistió con esta frase insólita: –Buenos Aires, qué ciudad tan sagrada… –pero ya no hablaba con nosotros: los autos seguían desfilando, los tacos de una muchacha hacían sonar las baldosas, las vidrieras estaban llenas de billetes de lotería. Cada uno elige el lugar, las circunstancias, las caras que extraña y que, en algún momento, se vuelven nostalgia intolerable: una vez cada diez días, término medio, un hombre o una mujer emprenden el camino de la fuga. Unos pocos se apoderan de un bote y cruzan simplemente a Corrientes, al Paraguay, al Chaco. Los más aprovechan un permiso de salida y lo prolongan indefinidamente. De este modo se fueron del sanatorio, entre 1960 y 1965, un total de doscientos cuatro internados. Algunos vuelven a los pocos meses, acosados por su enfermedad. Algunos reaparecen en las colonias de Posadas, Diamante, General Rodríguez. A otros, se los traga el mapa. Esos eligieron una forma de protesta. Otra, casi insondable, se esconde entre las paredes de madera labrada a hacha, bajo los hermosos naranjos, donde vive este asceta de sesenta años, de larga melena, que ahora está sentado a la puerta de su rancho. –Cunumí –dice–. Cunumichito. Alza en sus brazos al perro manchado que es el más grande masticador de víboras y lleva ciento doce en su haber: pesado, glorioso y bichoco. –Cunumí –dice el hombre, y las arrugas que bordean los ojos casi amarillos se triplican en sonrisa. Algún día don Pedro Vallejo se decretó solo y para siempre, renunció de un golpe al amor, la dependencia, la amistad, se sumergió en los reinados inferiores: las plantas, el perro, el filo de la azada, el olor de la tierra, su roto lenguaje interior, donde los verbos se alargan en incesante contemplación, los tiempos se cambian, y él es él, pero es yo y es todos. Deja el perro y mira la inmóvil franja de agua. El hombre mira…
VALLEJO: LA SOLEDAD
…miro salir el yacaré. A la hora de la siesta sale ahí en la Laguna. Es grande y viejo y solo, como yo. Porque francamente, señor, acá no quiero compañera, y estas mujeres no sirven más que para pelea. A mí me gusta demasiado cualquier cosa, pero tiene que ser, nicó, respetuosamente. Así que yo solo nomá, desde que llega acá, ya hace veinte años y algo, hace su ranchito y principia a levantar su quinta, porque demasiado me gusta la quinta, y todo este árbol, todo es mi plantaje. Yo siempre, señor, estuve al lado e la madera, y allá en San Lorenzo trabajaba de leña, y más antes, trabajo de durmiente y de rollizo, porque la labranza de madera con hacha é, y aunque sea de noche, no le voy a errar el golpe. Y bueno, un día viene el patrón y me dice: –Pero usté, Vallejo, está enfermo. Jaechupé, le digo yo: –¿Por qué, patrón? Yo nicó no me he dao cuenta de que es enfermo. Me dice él: –No, si usté es enfermo de esta enfermedá. Le digo yo: –Pero bueno, si usté sabe de que tiene esta enfermedá, ¿por qué no busca forma para internarme alguna parte, patrón? Entonces resulta que el patrón tiene un compadre, haragán él, y cuando necesita plata, va y le pide. Y un día, el patrón le dice de venir a matarme, por mi enfermedá. Y un derrepente, sábado a la tarde, viene este hombre. El finao, bah. –Yo vengo a matar, Aña membú. Yo sentaba acá al lado e la puerta y me levanto a conversar con él. –Y ¿por qué, señor? –jaechupé–. Yo nicó no tengo ninguna falta a usted. Pero ya él largó el caballo, con el revólver en la mano, y me pega acá, enterito en este cinto. Y yo saca también el arma porque sabe que es deveras y que necesita defender la vida. Y le pego acá garganta, Aña membuí. Con un solo balazo se arregló. Bueno, después fui a la cárcel, y después acá. Yo nunca, señor, trabaja en el perculio, porque no garantían los caraí el trabajo del perculio. Así que planto mi mandioca y vendo mis naranjas y ni un yuyo quiero en mi quinta, y mi rancho siempre en medio e la quinta. Alguna changuita siempre le buscan los compañerillos, para ganar unos reales, y yo no fuma ni gasta de lujo, para qué quiero lujo. Una vuelta me dice un compañero: –¿Por qué pa no se va pasear allá en tu pueblo? Y le digo yo: –Pero, ¿y dónde va llegar, dónde va ir a parar este hombre? –Porque afuera arecó, tenía una señora, pero ya fallezó, y también dejé un muchacho de catorce años, y yo le mandé cantidá de carta, pero nunca, nunca contestó. Así que yo encuentra de que no está allá ninguno de los che gente. Y otra vuelta me dice el director: –Pero usté, don Vallejo, debe tener su propiedá. Y le digo yo: –No nada, señor, nada, completamente nada. Y por eso, nicó, vivo aquí tranquilo y no molesto, y a veces naide no habla a mí ni yo a naide. Si para mí es todo igual, señor, pero si alguno viene y me pide una mano, le doy, porque para mí es todo hermanaje, y yo toda la vida digo a ellos que más vale es pariente todo lo que está acá en este lugar pero ellos no creen,
cada cual tiene su capricho y hay muchos contrarios por causa del vino y las mujeres. Así que yo solo sigo nomás, y es Hunda señor mi quinta…
LOS HOMBRES DE BLANCO
De los veintinueve enfermos que inauguraron el Sanatorio Aberastury, hoy sólo quedan dos. Del personal, queda el cabo Cardoso. Hace más de un cuarto de siglo que este hombre bajo y corpulento, que “debería ser médico” (admiten los doctores) se arremanga cotidianamente, lava úlceras, raspa o amputa con el bisturí y hasta ensaya una cirugía estética, sin usar guantes ni desinfectarse con otra cosa que agua y jabón, porque “la lepra no se cura a distancia” y “el alcohol, por dentro”. Los pabellones del Cerrito empezaron a construirse en 1927. La inauguración se realizó precipitadamente, por motivos políticos, en 1939. Entretanto los monos se habían apoderado de los edificios y no querían irse. Las víboras pululaban, y a las cinco de la tarde las nubes de mosquitos imponían reclusión tras el alambre tejido de ventanas y galerías. –Nunca he visto nada igual –dice Cardoso, como si todavía no pudiera creerlo. La historia del Cerrito transcurrió desde entonces con variada fortuna. El trabajo de los enfermos convirtió en jardín un pedazo de selva. Hacia 1945 la población se había estabilizado en sus niveles actuales de 230 a 250 internados que representan los casos más graves de la zona de influencia (correntinos: 47 por ciento; chaqueños: 20; el resto, en partes iguales, son paraguayos, fórmesenos, santafecinos). El leproso no muere por consecuencia directa de su mal, sino por alguna enfermedad intercurrente, o por deficiencias hepáticas, cardíacas, etc., pero la estadística de mortalidad es el testimonio más impresionante de la eficacia de los nuevos tratamientos. En 1943 murieron en el Cerrito treinta enfermos. En 1965, apenas cuatro. De 1940 a 1965 fueron dados de alta ciento treinta internados. El servicio médico-asistencial es hoy el mejor en la historia de la isla. Diez médicos y siete enfermeros, bajo la dirección del doctor Manuel Iglesia, cumplen un trabajo sin fallas, sobre el que Panorama no pudo recoger una sola queja. Esa tarea es más valiosa si se advierte que en algunos aspectos debe contrariar la ley. El artículo que prohibe el matrimonio es pasado por alto por los que se concubinan con la tolerancia de la dirección. Pero esa tolerancia debería convertirse en colaboración activa para que el enfermo reconstruya su vida, tenga una pareja y levante su casa. –Es lo único que puede retenerlos aquí –señala el doctor Obregón. La deficiencia más grave, ya se dijo, es la desocupación que afecta al sesenta por ciento de los enfermos. La solución radica en el Ministerio de Salud Pública de la Nación, que asigna anualmente al Sanatorio Aberastury un presupuesto de 40 millones de pesos, hoy insuficientes. La mayoría de los médicos son correntinos y discípulos del doctor Iglesia, inclusive el doctor Sakamoto, hijo de japonés. Peter Palamazczuk, en cambio, un anciano vigoroso y calvo que se incorpora marcialmente cuando entramos en el comedor y se sienta con una reverencia cuando nos hemos sentado, evoca una imagen instantánea, y acaso engañosa, de viejas películas. Esa imagen no es grata, a primera vista, en el exceso de su antigua cortesía, en el resabio de autoridad que habita un cuerpo sometido a duras pruebas. Este hombre está rodeado de leyenda: alguien cree saber que fue director de la obra social de Krupp, alguien ha visto una foto en que su ayudante llevaba la Cruz de Hierro, y a su alrededor resbalan las
conjeturas sobre un presunto título nobiliario o una alta jerarquía militar. Herr Palamazczuk sonríe, pero “solicita excusas por no responder”. Una nueva leyenda, más verificable, ha crecido sobre la vieja. Su nombre es el primero que acude a los enfermos del Cerrito. –Palamachú –dice memorablemente el hachero Ramón Vázquez– es muy lastimoso. El hombre que inspira esa lástima y recibe ese agradecimiento es el mismo que en Paso de la Patria curó un árbol desahuciado hasta hacerlo revivir, el que han visto internarse en bicicleta o en burro por caminos que ningún médico transita, y el que guarda las telas de colores con que recónditas tribus de Formosa y Paraguay retribuyeron simbólicamente sus curaciones. Las heridas del árbol sanan, y las llagas de la lepra. Pero la memoria del hombre, tal vez, está siempre en carne viva.
PALAMAZCZUK
…En la vuelta del río está la red: es redonda y tiene dos alas. Por el río viene un pez: entra en la red y no puede salir. Eso ocurría sesenta años atrás, pero en mi cabeza ocurre ahora. El lugar se llamaba Wolynien; la aldea se llamaba Reñenietz. El país se llamó Polonia, y después Rusia, y después Alemania. Mi padre era polaco, mi madre alemana. Yo elegí: Alemania. En los momentos más duros de mi vida, siempre veo las colinas boscosas que bajan de los Cárpatos, y allá abajo el sol en el trigo. Mi padre era dueño de la tierra, de los campos de remolacha, de avena, centeno. Los chicos de los campesinos jugaban con mis hermanos, conmigo. Mi padre era justo en su autoridad. Mi padre decía: “Aprende a comer papas. Si te dan faisán, mejor para ti”. Después, ciudades. Dresden, la ciudad de mi madre. Berlín, donde empecé medicina. Viena, cuya alegría alcancé a presenciar, no a compartir. La primera guerra, cífrente ruso, Lemberg. Si alguna vez volviera, volvería a Praga, la ciudad dorada, sus viejos muros, la universidad alemana que fundó Carlomagno. Allí me recibí. Recuerdo a un hombre flaco, lampiño, de mediana estatura. Nunca hablé con él, pero comíamos en el mismo restaurante, en la Waslavsten Haremes. Se llamaba Kafka. La guerra otra vez, la frontera que se mueve en el Cáucaso, las iglesias de Kiev, la retirada en la nieve a 43 grados bajo cero, y los motores de los tanques que no andaban ni siquiera con alcohol puro. Mi cuerpo también está marcado, como el de ellos. Cuatro veces, en Rusia y en Italia. Aquí el brazo quedó colgando de unos hilos. Montecassino. No oí caer la bomba. Desperté a mil quinientos kilómetros. La retaguardia, Breslau. Pero ya no importaba, porque todo estaba perdido. Alemania vencida y mi familia muerta. Para todo hay palabras. Para la lepra hay palabras. Para la guerra no. Ninguno de nosotros salió vivo. La guerra es la verdadera lepra. Pero en eso no quiero pensar: en el medio del río, está la red.
VIEJAS HISTORIAS
A la hora de la siesta en los ranchos donde los amigos se visitan y circula el mate; por las tardes bajo el alero de los pabellones cuando hombres y mujeres tocan la guitarra y cantan; por la noche en el bar donde crepitan los billares y dialogan las barajas del truco: siempre hay un silencio en puerta y un lugar para los fantasmas, la sangre derramada, las cosas que no volverán a ocurrir.
Ahí nomás, cuando cavaron la loma apareció el general brasileño en su uniforme de gala, estiradito y muerto desde los días de la Triple, cuando tuvieron aquí su arsenal. Allá, bajo un árbol, encontraron una onza de oro y desde entonces el cocinero Gómez anda de noche con un aparato que le vendieron para descubrir tesoros. Y esa última cruz del cementerio es la del finado Larrosa Núñez un hombre guapo como pocos. Todo el mundo sabía que Larrosa y Pablo González se iban a topar alguna vez. Y ese día, cuando se desafiaron en el comedor, los dejaron salir porque nadie lo quería a González y creyeron que Larrosa lo iba a matar aunque no llevaba más que la mitad de un cuchillo de mesa contra el facón del otro. Y así pudo ser: Larrosa lo volteó de una trompada y lo iba a rematar en el suelo, pero entonces apareció la mujer de González y le sujetó los brazos. Ahí acabó Larrosa con ochenta y siete puñaladas “mal contadas”, y para el matador no hubo cárcel sino traslado a otro leprosario. Antes, no se enterraba a los muertos, se los quemaba en el crematorio. Cuando murió el padre Bocasini, guardián de La Merced en Comentes, que en su vejez enfermó de lepra, también lo llevaron al horno. Hubo escándalo al trascender la noticia, y hasta se dice que llegó protesta del Vaticano. Pero la época del crematorio acabó –cuenta el carpintero Vicente– cuando el finado Tomás Benítez no quiso por nada del mundo entrar en la parrilla. Y después que lo persuadieron, con muchos empujones, se vio que el hombre tenía guaran (gualicho) porque el horno dio un estampido y se rajó para siempre… El personaje más extraño que pasó por el Cerrito es un internado que nunca llegó a estar leproso: Pancho, el hombre-mono. Las descripciones y las fotos coinciden en su aspecto simiesco. Fue capturado hacia 1917 en Vences Rincón (Corrientes) por el mayor Mesa, célebre perseguidor de gauchos, quien lo encontró desnudo y trepado a un árbol. Por ese entonces era un chico, pero nunca aprendió a hablar. No sabiendo qué hacer con él, lo llevaron al viejo lazareto de Comentes, y de ahí al Cerrito, donde vivió apaciblemente muchos años, hasta que murió en una operación de hernia. Todos recuerdan su carácter dulce y su aptitud para predecir la lluvia mediante una serie de sordos gruñidos. La desesperación frente al carácter casi demoníaco que tenía antiguamente la enfermedad hizo nacer la creencia de que una picadura de víbora podía curarla. En los comienzos del sanatorio, varios internados afrontaron la ordalía. Tratados a tiempo, no murieron, aunque tampoco sanaron. Hoy nadie cree en esa terapéutica, pero los yuyos siguen gozando de confianza. Prácticamente no hay un enfermo que no tome la hoja de paicu, o el cogollo del tapecué, que es bueno para el hígado, o el universal “remedio fresco” que se prepara con raíz de una rastrera que llaman yerba tostada, molida y agregada al mate.
ADIÓS AL CERRITO
–A ver cuándo vuelven –decían candorosamente. –Hasta pronto –respondíamos cruzando los dedos, aunque no por ellos. Durante siglos la lepra fue tenida por castigo divino. Hoy no se puede ignorar que es un castigo humano. Su agente natural es el bacilo de Hansen. Su coagente es el hombre, y específicamente cierta clase de hombre, que es también el responsable de la anquilostomiasis que parásita al setenta por ciento de la población correntina; del analfabetismo para el que ni siquiera hay estadísticas ciertas; de las migraciones que nadie se molesta en estudiar; de la miseria que roe a todo el noreste argentino. –La lepra ataca casi siempre a la gente pobre, mal alimentada, que trabaja de sol a sol. Hay zonas de la campaña donde viven siete u ocho en una pieza. Eso es lo único que necesita la lepra. Si uno se enferma, póngale la firma que vendrá la chorrera de criaturas leprosas. No es la voz de un peligroso agitador, la cansada voz que dice esas palabras. Es el dictamen técnico, inapelable, del doctor Iglesia, director del Cerrito y presiente del Jockey Club de Corrientes, que no da rodeos para acusar al latifundio, al desgobierno, a la pavorosa indiferencia de los ricos.
–Hay que quitarse la venda –concluye–. Si no, la quitarán otros.
La opción parecía singularmente tentadora cuando en esos mismos días el gobierno y los partidos chaqueños se unían en una campaña de alcance nacional para recuperar la Isla del Cerrito. Objeto: instalar un hotel de turismo y un casino. Aparentemente los leprosos (inclusive los leprosos chaqueños), habían invertido un cuarto de siglo y trescientos veinte muertos en despejar la selva y convertirla en un prado, en un pueblo, en una comunidad, para que, en su lugar, un grupo de millonarios hicieran sonar alegremente las fichas de la ruleta. A mediodía, en la lancha gris, salimos del puerto y de la isla. Bajo el sol aplastante, el Paraná y el Paraguay se juntaban y hervían sin mezclarse.