Roser Bru

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Abrámosle la puerta a Roser. La puerta -y la ventana también- de esa casa que se ve a lo lejos, distante. Porque si hay una crítica al arte es esa: la distancia que marca del ciudadano común, del obrero, de la dueña de casa. Crítica sobre el arte en el engranaje de un sistema que desciende en las mañanas y permanece con el último rayo de luz.
Y sin embargo ahí está Roser en el Museo de Bellas Artes: con un asalariado, con la dueña de casa, con el joven del instituto, quienes desean conocer ese inmueble denominado arte chileno.
Ya es memorable la frase de Enrique Lihn sobre Roser: “Ha pintado tan abundante e insistentemente que lo hace con una mano de ángel (pegado al ojo de la cerradura del infierno), con una especie de rara felicidad”. Es cierto: Mano de ángel en infierno grande.
El buen y mal volar 
La artista plástica Roser Bru parece trasladarse por los aires. Sin embargo aquello no es la causa primordial que sea un ángel. Un ángel se ratifica por su espíritu y Roser lo confirma al inundar el espacio con sentimientos nobles. Aura y genio son los componentes que la han hecho insustituible. Necesaria, como el aire.
No hay duda: El mundo y quienes lo habitamos no podríamos despegarnos una pulgada del piso sin Roser.

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El Taller 99
Muchos creadores fueron parte del Taller 99, un lugar emblemático en el arte chileno fundado en 1957, donde Roser Bru fue pieza fundamental junto a Dinora Doudtchitzky, Eduardo Vilches y Nemesio Antúnez.
Quedan los recuerdos y las obras. El olor a tinta y las ideas de aquella época grabadas en el papel, pero también en la memoria.
“El Taller 99 lo empezamos a hacer en casa de Nemesio Antúnez, pero claro: no podíamos esperar una semana hasta ir viendo como el ácido “comía”, hasta “tapar, porque el grabado, bien se puede hacer de muchas maneras, se puede aprovechar a través de la plancha con sus defectos”, señala Roser Bru, reciente ganadora del Premio Nacional de Artes.
“Mario Toral no hizo muchas obras, pero Nemesio le dijo: ‘Bueno, tú serás director del taller 99. Hicimos unos libritos, unos cuadernillos, con Toral, pero después no le vi nunca más”, manifiesta Roser sonriente en el Museo de Bellas artes.
Roser es una persona especial con un aura que transmite paz pero también alegría y pureza. Pequeña, establece lazos de cordialidad con todos, los conozca o no.
“Nosotros invadimos el taller de Nemesio, porque si tú quieres “tapar” un pedazo tienes que esperar que se seque, que coma el ácido, los que son aguafuerte, porque hay otros con el buril que se pone la plancha, vas entrando y vas haciendo una cosa que termina en punta y no se puede borrar, porque la punta seca. Tú la trabajas de cualquier modo y la punta seca va para arriba, hace una olita para arriba, entonces deja una señal distinta”, explica Roser sobre el complicado proceso de la creación del grabado.
Lo que no fue complicado fue la amistad de Roser con la grabadista ucraniana Dinora Doudtchitzky. Esa relación tuvo fuertes conexiones.
“Dinora hizo después una cantidad de cosas increíbles. Hasta unos azucareros que ideó eran increíbles”, señala Roser aún asombrada ante el genio de esa mujer ucraniana que llegó desde Buenos Aires a Chile en 1932.
Una foto del recuerdo sirve de excusa para hablar de aquellos años de creación y júbilo:
“Aquí estamos varias, incluso esta Nemesio Patricia Velasco, su segunda mujer. Aquí en el cerro nos sacamos unas fotos con Danus Donoso también”, manifiesta Roser nostálgica.

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– ¿Nemesio Antúnez estaba dictando un curso, o ustedes llegaron por iniciativa propia al Taller 99?
– Él venía de Nueva de York, era arquitecto, pero nunca terminó como arquitecto allá. Entonces lo empezamos a invadir, pero era terrible porque había que esperar que la tinta “comiera” hasta una semana, después de tapar un poco o destapar. Entonces nunca te alcanzaba y un día, por suerte, le ofrecieron este taller grande de la Católica, ahí donde está la cruz de Cristo, arriba de todo. Hay unas escaleritas y ahí íbamos. Había unos mesones grandes de madera y trabajábamos todos. Entonces ahí la Juana Lecaros, que ya se murió también, se traía una cocoa y La Hormiguita (Delia Del Carril, pintora, grabadora y esposa de Pablo Neruda) subía todos los escalones con una torta para todos. Mira la diferencia: de ser individuo a ser colectivo. Un día La Hormiguita nos invitó para que la fuéramos a ver. Fuimos con Eduardo y Nemesio. Resulta que estaba resfriada, entonces estaba muy tapada, en cama para que no pescara nada, y vimos en la pared una gran foto de Marlon Brando, imagínate.
– ¿En el taller de La Hormiguita había una foto de Marlon Brando?
– No. En su pieza y la tapaba para que no viéramos el Marlon Brando. Tenía sus debilidades por lo menos de fotos.
– Oye Roser, cuéntanos por favor sobre tu trabajo en el período que estabas haciendo el taller 99. Cuéntanos un poco eso. ¿Qué pasaba en ese período?
– El taller fue de Nemesio y se vio invadido. Yo estuve desde el inicio. Dinora se hizo cargo mucho después como profesora del taller, cuando Nemesio estaba en exilio. Yo no me fui, pero hacía todos estos carteles donde decía “No a la tortura”, que lo tengo en mi casa en el baño. Yo hacía estas cosas que estaban prohibidas, y después una vez fui a Barcelona, porque nací allá, soy refugiada de la Guerra Civil, vine en el barco Winnipeg junto con José Balmes que es más chico, tiene 5 años menos.
– Y esos trabajos que decían “No a la tortura”, por ejemplo, ¿los podías exponer en alguna parte?
–  Bueno, sí. Yo los hacía y los ponían, claro. Yo tengo uno. Claro, eran formas. O estabas afuera. Nemesio se tuvo que ir porque era director de aquí de un museo y entonces lo querían matar. Por suerte estaba el Rolanson que era un francés que acababa de llegar y él se lo llevo a la embajada de Francia y de ahí y en París pues ya todos estuvieron ahí.
-¿No le daba miedo?
– ¿A mí? Miedo?
– De presentar esos trabajos en ese tiempo.
– No, claro. Una vez que fui a Barcelona no me dejaron volver. Tres meses que no me dejaban volver. Entonces llamé a una persona que su padre era un diplomático, y le dije: “¿Averíguame por qué no me dejan salir de España?” Y entonces dijo:  “Porque te tienen una cantidad de cosas que tú firmaste contra Franco. Por eso no te dejan salir”. Al día siguiente le respondí: “Bueno, entonces voy a llamar al Bellas Artes que me reclamen” y ahí se asustaron tanto que pude venir a buscar mi pasaporte. Fíjate, tres meses sin dejarme salir. Así es la cosa”, acota Roser.

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El Taller 99 fue fundado en 1956 por Nemesio Antúnez a imagen y semejanza del Atelier 17 que tenía William Hayter en Nueva York. La iniciativa significó una revaloración de la disciplina y un gran paso en el desarrollo del grabado en Chile. El carácter multiplicador del grabado atrajo a otros ámbitos artísticos y lo hizo cercano al público. Por el taller pasaron figuras como Delia del Carril, Santos Chávez, Mario Toral, Juan Downey, Jaime Cruz y Eduardo Vilches, entre otros.
“La Hormiguita hizo mucho esfuerzo. Ella trabajaba con William Hayter, desde el Taller 17 en New York. Por eso Nemesio le puso Taller 99, porque vivía en Guardia Vieja 99. De ahí viene el nombre. La Hormiguita de pronto no sabía cómo hacer las manos, le costaba hacer las manos y después hizo 3 caballos. La Hormiguita era de una familia muy rica de Argentina que perdió todo porque se les olvido pagar  las contribuciones, imagínate. Incluso una vez que fui a Buenos Aires me dijo: “Mira, ahí en la Recoleta está mi padre sentado en una silla como ésta, más o menos así, y detrás de la silla y de mi padre sentado, hay una cabecita de mujer”. O sea ya tenía una naturaleza feminista, claro porque el hombre estaba en la silla y la mujer detrás de una cabecita. Así que la fui a ver allá y ahí lo encontré.
– Roser, en el Taller 99 ¿cuál era la mística de trabajo? ¿Había un trabajo colectivo en cada creación?  ¿Había un opinión general? ¿O sencillamente cada uno desarrollaba su trabajo y lo mostraba y cada cuál opinaba?
– Claro, algunos hacían lo que querían. Las bicicletas de Nemesio, por ejemplo. Él cuándo llegó a Chile desde Nueva York hizo una serie de litografías y una prensa, porque se le llama Tórculo, todo lo que es mover. Eso que llaman prensa, se llama tórculo en todas partes, pero aquí por no decir culo… En España se dice culo para todo: el  culo del vaso, de la botella y el propio, así.
– Estoy intrigado con el proceso de trabajo. Tú trabajo es aguafuerte.
– Sí aguafuerte. Hay que poner ácido, hay que taparlo, hay muchas maneras de hacer grabado., hace una onda para arriba y queda muy bien, pero se va aplastando.
– ¿Hay una incidencia del tema costo en la opción que uno tome? ¿En cuánto a técnica? ¿Deriva en un costo económico?
– Hay que comprar una plancha, pero en el taller mismo habían planchas que uno podía comprar, en la calle Dieciocho, donde vendían cobre.  Entonces cuando uno hacía un viaje, compraba varias. Una carpeta, pues eran doce, creo. Pero nunca he podido vivir del grabado ni de la pintura. Pronto voy a cumplir noventa y tantos años y sigo trabajando.
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A comienzos de 1977 Roser bajó a los infiernos de Auschwitz de la mano de Frank Kafka (pese a que éste murió en 1924) en una exposición trascendental que en cierto modo retrataba sus propios horrores en plena Guerra Civil española y en los campos de refugiados en Francia previo a embarcarse en el Winnipeg. Roser se ve como una sobreviviente.
Si la Segunda Guerra Mundial con Ana Frank y la Guerra Civil Española -vivida en carne propia- marcaron a la artista a ellas se debe agregar una tercera instancia traumática: la dictadura pinochetista que enfrentó con decisión.
En agosto de 1974, a menos de un año del golpe, Roser exhibió en la galería de Carmen Waugh una serie de pinturas, dibujos y serigrafías sobre variaciones de obras referenciales de Goya y Velásquez, entre otros, producción inspirada en el grito -muy actual- con que el general fascista Millán Astray destempló los oídos de Unamuno en 1936 en la Universidad de Salamanca: “Abajo la inteligencia!  Viva la muerte!”.
– ¿Tú imaginas cuando haces un grabado, una pintura? ¿Tienes preconcebido a lo que vas? ¿O te expones a lo que arroja el material?
– Me imagino lo que quiero hacer- responde Roser.
– ¿No lo modificas en el camino?- le pregunto.
– Bueno, pasan cosas siempre. De pronto empieza a mandar lo que estás haciendo, sea grabado o pintura. Como que te da voces y tú vuelves a mirar y lo miras al día siguiente y dices: “No, aquí le falta tal cosa, aquí le sobra lo otro”. Es una constante forma de pensar en lo que querías hacer y como lo que haces también te manda.
– ¿Y eso suele dar pie para otras experiencias?
– Claro, porque de pronto todo esto que tiene volumen, tenía un rodillo blando y uno fuerte, entonces el blando tomaba nada más que ciertas partes y el blanco tomaba todo, porque podía entrar y el negro en la superficie.
– ¿Perdona la ignorancia, pero para hacer ese trabajo, lo haces de un viaje o te demoras mucho?
– Hay que esperar que coma este primero y tapar mientras el negro tiene que estar mucho más rato, esto hay que taparlo, va a ser negro y este. Ves aquí se ve un poco.
– ¿Pero lo haces en un solo día?
– Hay que esperar que coma el ácido, se llama comer el ácido, se dice comió. Se hace una prueba y no comió, entonces, volvamos hacer otra vez, borremos, limpiemos todo y volvamos.
– Ahh, ¿y se puede borrar? Me sorprende que se pueda borrar, cuando el negro en general…
– En general no, pero aquí había uno que era una cama, era bien blanca y después había uno en frente, que estaba hecho nada más que con tinta, no negra, sino que con apenas un color beige. Entonces eran dos figuras que decía “Uno sólo no es nada”. Tenía título: La mesa.
– ¿Ya identificabas en estos años cuáles eran tus temas de interés?
– Yo siempre. Como vine en los 90 sigo haciendo lo que quiero, como no lo hago para venderlo, porque habría muerto si tuviera que vivir de esto.
– Pero son objetos cotidianos. Lo contingente, político, social.
– He hecho de todo, ahora la derecha se ha puesto más de izquierda o…
– O la izquierda más de derecha.
– No sé si se ha emparejado, en el fondo de pronto la gente quiere una cantidad de cosas que se requieren, los de la derecha y de la izquierda para emparejar, efectivamente, entonces sí. Yo trabajé bastante con los desaparecidos. Tenía un cuadro grande que me lo compró el rector de una universidad que tenía muchos cuadros. Yo le pregunté: “¿Estos de aquí son de la universidad?”. Y dijo: “No, son míos”. Cuando vio éste que era una desaparecida, una modista, eran dos juntos, entonces dijo: “No, ése sí que lo quiero”.
– ¿Él era coleccionista?
– Sí, era coleccionista y no sé qué es lo que quería.
– ¿Se lo regaló?
– No, me lo compró, pero más de un millón no pagaba, porque ahora un millón, que un millón en ese tiempo y ahora no sé qué quería, no me logro acordar, pero ahora quería una cosa que estaba dispuesto a pagar 10 millones, es del mismo Víctor Pérez de la universidad, ahora me acuerdo que hombre es que está dispuesto a pagar eso.
– Han cambiado los tiempos. De 1 a 10 hay diferencia…
– Es que a lo mejor él gana más. Ahora no me puedo acordar qué era lo que iba a comprar y qué era por lo que estaba dispuesto a pagar 10 millones.
– ¿La Guerra Civil Española la marcó mucho en su obra? ¿Usted tenía 13 años?
– No, cuando llegue a Chile tenía 16, pero habían transcurrido tres años de guerra civil. Vino el nefasto éste de Franco, a España desde Marruecos y eso era una república, votada por todos, pero él trajo a toda esta gente. Empezó a tomar presos, hizo campos de concentración, entonces muchos se fueron. Me acuerdo que vinimos en el barco, porque el dinero de la república estaba afuera, por suerte. Entonces no se lo pudieron quedar y Neruda con ese dinero compró el barco, lo hizo arreglar para hombres y mujeres y niños, y estuvo un mes …..no podíamos bajar durante un mes.
– ¿Cómo recuerda ese viaje?
– Yo con mi hermana que ya se murió, y tenía un año más que yo, cuidamos a los niños, porque habían chicos. Había un niño que se llamaba Winnipeg……..y un niño que después supe nació muerto y que lo echaron al agua… Claro, en el barco pasaron esas cosas.
– ¿Y cómo se imaginaba Chile?
– Había uno en el Winnipeg que era chileno y le decíamos: “Cuéntanos un poco. ¿Hace frío, hace calor? “Hace de todo”, respondió. “En el norte hace calor y en el sur hace frío”, entonces uno pensaba. Y cuando llegamos la gente era muy simpática.
Yo trabajaba en la mañana pero también estudiaba. Durante la Guerra Civil nos bombardeaban, entonces los padres dijeron: “Estas niñas serán tontas, pero se quedan a vivir en un pueblo con mi abuelo. No habrán estudiado, pero que le vamos hacer”. Yo estaba en un colegio muy importante porque era el mismo que estaba García Lorca en Madrid y a él lo mataron. Se llamaba Instituto Scola y ves a él lo mataron y era muy amigo de David. A veces venía a Barcelona a una charla y yo iba a escucharlos, porque Barcelona -según donde vives es muy caminable, cerca de la catedral, todo esto es que lo bombardearon- y todas estas eran unas calles más cortas. Ahora hay un espacio muy grande. Si y los domingos bailan …….que es el baile, así como la cueca, que es un baile como chileno. Allá es un hombre y una mujer y un gran ruedo. Entonces cada uno de la mano y hay uno que dirige, que dice hay ahora tres puntos, un punto que es fácil, uno, dos, uno, dos. Después uno que es más difícil. Y el último que manda, que dice tres, y entonces se acaba. Así que no sabíamos nada. Menos del chileno, que ahora no sé cuál es el chileno. Después no lo he visto y no me ha dicho: “Yo soy aquel chileno”. Porque claro él era mayor. Yo tenía 16, pero con tres años de guerra civil y entonces así pasó todo.

Florencia de Amesti, Dinora Doudtchitzky, Eduardo Vilches, Delia del Carril, Simone Chambellaud, Emilio Ellena y Roser Bru.
Florencia de Amesti, Dinora Doudtchitzky, Eduardo Vilches, Delia del Carril, Simone Chambellaud, Emilio Ellena y Roser Bru.

“Dinora también tuvo una vida de un lado para otro, porque sus padres nacieron en Odessa y sabes que incluso sus padres se fueron cambiando, cambiando, hasta llegar a Argentina, donde se quedaron. Entonces ella dijo: “Yo me voy a Chile” y se vino a Chile. Ella trabajaba así como muy libremente, aunque aquí la Silvita no lo dice, pero me acuerdo que decía: “Estoy tejiendo una cosa”. “¿Y qué estás tejiendo?”, le preguntaba. “Bueno o una lámpara o una falda”, respondía ella. Así de libre.
– Y Dinora tocaba la flauta.
– Sí, porque había tratado de tocar otras cosas, pero tocaba la flauta, y después le hizo caso a mucha gente. Bueno, una hija dice cuántas clases hacía…….la Carmen…., la Dinora, la Dinoreta.
– ¿Y usted en qué momento decide ser pintora? ¿En la adolescencia?
– No. Cuando yo era chica ya pintaba. En el Instituto Scola yo ya dibujaba. Había hecho ya varias cosas. Ya estaba destinada a esto, aunque el profesor de música de la escuela me dio una tarjeta: “Dile a tus padres que te compren un violín”, y a mí no me gustaba nada el violín. A la Dinora tampoco, pero también trató varias cosas, pero la flauta fue lo de ella.
“Las joyas araucanas se parecen a las marroquíes. Fíjate, se parecen mucho a las araucanas. Porque yo tengo varias. Me acuerdo que no tenía nada de dinero, pero había un hombre en calle Agustinas que tenía una caja llena de joyas araucanas y, claro, nadie llevaba nada. No se le ocurría a la gente. No era moda. Así que yo compré varias, tengo varias de verdad. Ahora es moda. Las hacen. Pero éstas eran de otra época”, finaliza Roser y emprende el vuelo ante la mirada absorta de todos los presentes. De los dioses y de todas las formas visibles y no visibles de este mundo.

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