Breve antología de antologías de poetas jóvenes 2004-2014

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Por Héctor Hernández Montecinos
El nuevo siglo abrió la curiosidad del resto de Latinoamérica en torno a lo que pasaba con la poesía chilena de postdictadura y la tensión con las nuevas voces que ya publicaban sus primeros libros y proponían un desvío de lectura. Por ende, acá ya es patente la tensión que se daba principalmente entre lo que la crítica llamó “náufragos”, es decir, a un grupo de poetas del noventa y a la “novísima” que representaban a los del nuevo milenio, superlativa denominación que también sin proponérselo la escritora y periodista Alejandra Costamagna utilizó en una entrevista para referirse a la nueva escena y no sólo a un cierto tipo de poéticas que volvían a politizar el discurso, recuperar el afuera del poema y visibilizar los desfalcos de las identidades de género, clase, edad, etnia, etc. Cantares[1] de Raúl Zurita es el primero que recoge a estas nuevas poéticas y las contrapone sin dicha intención con las de los noventa, lo cual divide las opiniones de la crítica. Por una parte, se consolidan ciertas voces de dicha década como Germán Carrasco o Javier Bello, pero a la vez ingresan al campo de lecturas autores como Paula Ilabaca, Pablo Paredes, Gladys González, Felipe Ruiz y sobre todo Diego Ramírez.[2]. Sin duda, esta ha sido la antología más polémica y comentada de los últimos tiempos que a una década de su publicación sigue  generando acaloradas, entretenidas y algunas, por cierto, ridículas discusiones. Ese mismo año parte de estos poetas recién nombrados organizan y celebran en Santiago el primer festival de poesía latinoamericana Poquita Fe, el cual trae a jóvenes autores de Argentina, Perú, México, Ecuador. Uruguay, Brasil, etc.
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Como decíamos al comienzo, en 2006 aparece Diecinueve[3] de Francisca Lange, la cual se presenta como el estudio más concienzudo con respecto a los poetas de la generación del noventa. La autora comentaba en el Seminario Nueva Poesía Chilena en marzo de este año que aquel libro como idea original era una investigación de la presencia e influencia de Enrique Lihn en los poetas jóvenes de aquella época, que no obstante se convirtió en una muestra representativa de aquel periodo. En una reseña Roberto Careaga[4] sobre el libro comenta:
Náufragos. Así llamó Javier Bello a los poetas de los ’90 a fines de esa década. Hablaba de sujetos perdidos que ingresaban al poema sin saber cómo regresar. Puede ser el influjo de Enrique Lihn y su desconfianza ante el lenguaje. O el descampado ideológico de los 90 y la transición interminable. Por ecos literarios, efecto de la historia y variables aún en exploración, durante la década pasada la poesía chilena parece haberse alejado de los discursos sociales. Se replegó. Bajó las banderas y se dedicó a mirarse a sí misma. Se dispersaron las poéticas.
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Hace poco tiempo apareció en Proyecto Patrimonio el artículo “Los hijos de Pinochet o la poesía líquida de los 90” de Omar Cid. En él se hace una descarnada crítica:
Es curioso como la poesía, parece quedarse afónica, en este periodo histórico donde las contradicciones entre justicia y medida de lo posible; amnesia y memoria, acuerdo o conflictos sociales,  juegan sus cartas (…) Resulta llamativo constatar, cómo un grupo de jóvenes seleccionados y concertados, para irrumpir en la escena poética en tiempos de la transición política, lejos de la inocencia e introducidos de modo rápido y eficiente en las reglas del juego del mercado, ocuparon con una facilidad que impresiona, el espacio generado desde las aulas universitarias. Si la década de los 80, perteneció a Los prisioneros, la de los noventa, es la de La ley. Si los escritores de los ochenta, generaron espacios de resistencia, los de los noventa, en su aparente fragilidad y renuncia a toda rebeldía, construyeron las redes necesarias y los canales precisos, para conseguir sus objetivos.
Desde el norte de Chile aparece en edición virtual Un poema siempre será nada más que un poema[5]. Allí se encuentran Juan Podestá Barnao, Tito Manfred, Eduardo Jeraldo Farías, Víctor Munita Fritis, Mauro Gatica, Danitza Fuentelzar, Ashle Ozuljevic, Carol Vega y Daniel Rojas Pachas. No podemos no referirnos a la necesidad de que se emprenda una mayor cantidad de trabajos recopilatorios de poetas de nuestro norte, tanto de jóvenes como de autores mayores, pues sin duda hay una clara importancia y presencia que ha sido un tanto olvidada como puede ser por ejemplo Magallanes Moure, Romeo Murga, Guillermo Deisler, Ludwig Zeller, Mahfud Massis, Benjamín Morgado, Braulio Arenas, Stella Díaz Varín, Raquel y Alejandro Jodorowsky, entre muchos otros, por no mencionar a Gabriela Mistral, quien con Jodorowsky encontraron un reconocimiento válido en México, país que ha sido desde siempre, baste recordar a Neruda y Bolaño, muy atento a nuestro quehacer poético. Varias son las editoriales aztecas que cuentan con autores jóvenes nacionales en su catálogo como asimismo su presencia en encuentros y festivales. El año 2012 en la Feria del Libro de Guadalajara que celebraba a Chile como invitado de honor aparece Doce en punto[6] a cargo de Daniel Saldaña Paris quien señala en su prólogo una idea que creo pertinente para este trabajo:
Son responsables de obras que han modificado nuestra lectura de sus predecesores. Ese me pareció un criterio de inclusión que, aunque difícil de definir, valía la pena defenderse: la tradición, en contra de lo que suele creerse, no es unidireccional, sino que conforme se añaden piezas a su diseño se va alterando el dibujo completo (…) Me parece que no está de más poner el acento en esta forma de relación con la tradición como criterio del antólogo, pues la capacidad para dialogar activamente con el pasado es una característica exclusiva de las obras más logradas, mientras que las más endebles se limitan a balbucear de cara a un pretérito que les queda grande o a falsificar las rutas de un futuro sin chispa.
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Me interesa esta idea borgeana de que los nuevos autores cambian el modo en que leemos a quienes les preceden, de hecho, es un poco el espíritu de ese libro, desacomodar lo que entendemos por poetas del noventa o del dos mil y generar un hilo que tensione sus obras a tal punto de leerlas aún como obras y no como documentos ni mucho menos archivos. Lejos se está de cualquier intento de monumentalización por más que algunas de ellas cumplan veinte o quince años de existencia. Las nociones de generación, antología y estilo sólo serán problematizadas con nuevas generaciones, nuevas antologías y nuevos estilos. Esa es más menos la visión de lo que aquí se propone y es por donde quise ir al hacer una de las últimas muestras de poesía chilena escrita por jóvenes. Me refiero al libro que se me encargó para la editorial guatemalteca Catafixia en una colección donde trece poetas de diversos países harían lo mismo en los suyos, por ejemplo Ernesto Carrión en Ecuador, Manuel Barrios en Uruguay, etc. La llamé Réplica[7], pues había hecho una hace algunos años con el nombre de Terremoto[8], y la condición era el número de poetas incluidos además de un corte epocal determinado. De este modo emprendí el libro que abre con Antonio Silva (1970-2012) e incluye a Morales Monterríos, Germán Carrasco, Yanko González, Rodrigo Gómez, Gustavo Barrera Calderón, Pedro Montealegre, Paula Ilabaca Núñez, Felipe Ruiz, Arnaldo Enrique Donoso, Diego Ramírez Gajardo, Pablo Paredes, Roxana Miranda Rupailaf y Felipe Becerra, parte del colectivo La Faunita que aún tiene mucho que decir.
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Para finalizar, como se verá el gesto fratricida que ha sido parte de nuestra continuidad literaria nacional puede tener un giro más bien creativo. Leer hacia atrás con nuevos ojos y desterritorializar los sedimentos líricos y las placas semánticas con el fin de reconocer los pliegues de las obras y sus fugas sin culpa, ni miedo ni odio. En sí, las antologías, muestras, selecciones o como se les quiera llamar han sido parte importante de nuestro paisaje poético. Se visibilizan autores, se evidencian intenciones, se confrontan y se critica, lo cual ha sido así desde la Selva lírica que por lo demás está pronta a cumplir su centenario. Por ende, ninguna antología es rupturista en ese sentido, ni menos de quiebre, pero lo hermoso de todo esto es que su coeficiente de ruptura siempre tendrá que ver con los que quedaron fuera y no adentro. Eso las deja abiertas para siempre para que alguien las continúe a través de los siglos como nuevas epopeyas ojala anónimas del mismo modo que las de Homero, el Cantar de Roldán, las Mil y una noches o inclusive una pieza como la Antología Palatina. Obras colectivas y sin inscripción que se escapan a los vaivenes de la vanidad y el deseo. Libros escritos desde el futuro que vemos a lo lejos como señales en el cielo, anuncios de un mañana aún posible, la sobrevivencia de la poesía.
[1] Zurita, Raúl. Cantares: nuevas voces de la poesía chilena: Santiago: LOM, 2004.
[2] Manuela Román (seudónimo). Las Últimas Noticias: 21 de abril, 2002.
[3] Lange, Francisca. Diecinueve (poetas chilenos de los noventa): Santiago: J.C. Sáez editor, 2008.
[4] Careaga, Roberto. Las Tercera: 4 de noviembre, 2006.
[5] Rojas Pachas, Daniel. Un poema será siempre nada más que un poema: antología de jóvenes poetas del norte chileno: Cinosargo ediciones/ Groenlandia, 2010. Virtual.
[6] Saldaña Paris, Daniel. Doce en punto: poesía chilena reciente (1971-1982): Ciudad de México: UNAM, 2012.
[7] Hernández Montecinos, Héctor. Réplica: poesía chilena contemporánea (1970-1985). Ciudad de Guatemala: Catafixia, 2012.
[8] Hernández Montecinos, Héctor. Terremoto. Asunción: Felicita cartonera, 2008.

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