La Ola

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Habían pronosticado marejada para ese fin de semana, pero esa tarde el hombre y el muchacho se introdujeron en el Pacífico con tranquilidad. El sol aún estaba allá arriba. Cogieron un poco de agua y se mojaron el pelo. Siempre hacían eso. Era para ir acostumbrándose a las frías corrientes del sur. Luego se arrojaban agua en el pecho y los hombros. Después de esto comenzaron a nadar en dirección a las olas, mucho más grandes que de costumbre.
La temperatura del Pacífico, a la altura de Osorno, era dura prueba para cualquiera, pero ellos estaban tan aclimatados como las toninas, esos pequeños delfines que surcan Maicolpué.
No eran temerarios; al contrario: respetaban el mar, pero sin ser asustadizos. En el océano no había que ser cobarde, no había oportunidad de serlo pues el único resultado posible era la muerte.
Siguieron avanzando en dirección a las olas que se avecinaban. Con los brazos como remos cortando el agua, con la boca cerrada. Sin mirar atrás. ¿Para qué? El objetivo era pasar la línea donde rompía el oleaje, nadar un poco de espalda, descansar y luego devolverse con mucha precaución. Las olas definitivamente no eran las cotidianas en verano. Comenzaban a formarse muy adentro alcanzando una altura de varios metros por sobre lo normal. Pero eso no los atemorizó, sino los puso en alerta: la jornada era definitivamente excepcional.
El sol se perdió entre las nubes que lo taparon en su totalidad. La escena se tornó lúgubre y el mar adquirió un tono ocre. Fue entonces cuando se inició la marejada.
Ya estaban próximos a pasar la línea donde rompían las olas cuando el hombre le gritó al joven que tuviera cuidado, que se estaban formando “otro” tipo de olas. Una distancia de tres metros separaba a los nadadores.
Las escasas personas que trataban de disfrutar del esquivo sol se colocaron pantalones y chombas ante un viento que empezó a correr hacia el norte, moviendo los arboles, helechos, y nalcas de hojas frondosas. En las rocas se juntaban las gaviotas emitiendo un sonido lastimero y triste. Parecían asustadas. ¿Lo estaban? ¿Habían advertido algo anormal?
El hombre pasó la línea donde rompía el oleaje más adentro aún. Mientras, el joven vio venir una ola y nadó con rapidez. La pasó sin sobresaltos. El oleaje empujaba en ambos sentidos al momento de romper y de recoger. Hasta ese momento la situación era normal. Pero comenzó a correr ese viento y todo cambió.
– ¡Atento con las olas que vienen! – volvió a gritar el hombre.
Lejos se comenzaba a formar una ola con su naciente elevación azulada.
La gente en la playa se puso en pie.
Una puntilla lejana y oscura se perdía en el mar certificando el límite entre tierra firme y océano inmensurable. Era ahí donde las gaviotas tenían sus nidos y alimentaban a las crías. Lo más alejado del hombre y su maldad. Aquel lado de la bahía era donde se ubicaban la mayoría de las casas de los pescadores y buzos que dejaban los botes un poco “más allá”, como decían ellos, bien amarrados a estacas con gruesas sogas.
En cada casa siempre había un niño muy pequeño junto a un perro negro y flaco mirando la playa y el mar. Y eso era lo que esos niños y animales hacían en ese momento: mirar como el hombre y el joven se introducían sin una pizca de temor en un mar que comenzaba a enfurecerse.
Se detuvo. El mar pareció detenido para el joven. En silencio. El graznar de las gaviotas se escuchó claramente a lo lejos y todos se quedaron escuchando desconcertados. Algo iba a ocurrir. Y luego se escuchó un extraño sonido. Como si algo se rompiera, como el resquebrajar de un hielo. Y a lo lejos, muy lejos, se divisó el nacer de la Ola. Un monstruo de agua que asomaba la cabeza con aires de grandeza.
El joven la vio desde el lugar en el que se encontraba y dudó si ir a buscarla o retroceder con rapidez. La Ola recién se estaba formando pero era demasiado grande, o parecía serlo. Nunca había visto algo así. Siempre estaba acostumbrado a olas normales en ese balneario cercano a Osorno. ¿Cómo saber realmente el tamaño de la Ola? Dudó. Diez metros adelante el hombre comenzó a nadar con elegancia y rapidez. Iba decididamente a buscarla. Sabía que la iba a pasar. Se advertía que lo iba a hacer. Nadaba estilo croll con técnica exquisita. No manotazos a tontas y locas sino braceadas coordinadas que le permitían desplazarse con velocidad. La Ola se empezó a formar rápida y robusta. El joven constató que no iba a alcanzar a pasarla. Retrocedió un poco y sólo atinó a mirar lo que se presentaba frente a él. La Ola. La más grande que vería en su vida. “No te pongas nervioso y cierra bien la boca” le había dicho el hombre cuando le enseñó a nadar. Y eso hizo. Cerró la boca y trató de calcular qué sería peor: que le cayera en la cabeza, o que lo arrastrara posteriormente.
Apretó bien los dientes nadando unos metros adelante. Fue cosa de tres segundos. La Ola se levantó ante sus ojos casi personificando el mal y luego se abalanzó sobre su presa. “La marcha de las Walquirias” de Wagner habría sido una buena música de fondo. “¡Jamás atraviese el fuego quien tema la punta de mi lanza!”. Desde su cresta de sal la Ola cayó sobre el muchacho con furia inundándolo de temor. El joven sintió el golpe certero y despiadado que lo hizo dar varias vueltas para finalmente comenzar a descender. Fueron segundos interminables de descenso al abismo. Bajó y bajó y siguió bajando. Luego se golpeó la cabeza en la arena. Un fuerte golpe que le raspó la cabeza. Su pelo se adhirió de arenilla. “Cierra bien la boca” le habían aconsejado. Recordó eso y sintió miedo. “No te pongas nervioso”. Sintió pánico. Tal vez iba a morir. Luego comenzó a subir a la superficie. Esforzándose por no abrir la boca; pero no pudo. La abrió en un acto desesperado. Y tragó agua. Mucho agua. Finalmente llegó a la superficie y expulsó más agua tosiendo con desesperación. Pero sus atribulaciones no habían terminado aún. Otra ola se desplazó veloz y al romper lo arrastró nuevamente con menor fuerza pero igual grado de angustia. ¿Pararía en algún minuto aquella marejada? La ola lo impulsó a la orilla, donde unos niños lo recibieron entre risas.
– ¿Te botó la ola?- le preguntó uno de ellos sonriendo.
El muchacho movió la cabeza afirmativamente avergonzado. Pensó en su suerte: estaba vivo. Casi había muerto. Debía estar feliz. Respiró hondo y caminó hacia la playa. A cien metros el hombre comenzaba a sortear las olas y salía con elegancia. Se tomaba su tiempo. Medía la distancia. Se sumergía y avanzaba en dirección a la arena donde todos lo estaban mirando. Luego de algunos segundos la humanidad del hombre apareció sacudiéndose el agua de los brazos. Aún conservaba el físico atlético de su juventud, sumado a su experiencia le daba un aspecto seguro de si mismo.
– ¿Te dio vuelta una ola?- no tardó en preguntarle al joven.
– Sí. Un poco.
– ¿Te dio miedo?
– Un poco.
– ¡Te acordaste de lo que te dije?
– Sí… Cerré la boca.
– Bien- respondió el hombre-. Vamos.
Salieron a corta distancia. En silencio. Cada uno pensando en las anteriores preguntas y respuestas. Cada uno sin saber si había hecho lo correcto y cómo terciarían sus actos en el otro. Las olas seguían yendo y viniendo con fuerza. Tal vez era una simetría de la vida. El ir y venir de personas con sus historias y sus actos, y cómo influían en los demás. En resumen era la vida: un ir y venir. Como las olas.

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