Memoria y respeto al poeta Ernesto Cardenal (1925-2020).

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ESCRITURA EN LA TIERRA
Por Sergio Mansilla Torres
En Puerto Montt, Chile, a jueves 29 de marzo de 2001, asistí al recital del poeta nicaragüense Ernesto Cardenal. Pequeño de estatura, vientre algo abultado, movimientos no torpes pero lentos de la lentitud natural de sus 70 y tantos, sempiterna boina negra que deja aparecer por los lados su cabellera blanca ni larga ni corta, lentes que dejan ver una mirada que fluye cristalina en las palabras de su Cántico Cósmico con las que expresa, hasta el estremecimiento, su obsesión de universo, de Dios viviente, de esa Revolución sandinista que amó tanto para su país y que hoy es nada. Me emociona su lealtad al amor, su confianza contra viento y marea en que el cosmos, macro y micro, es el libro abierto de Dios: los caminos de la biología son los caminos de Dios en la vida y, a la vez, los caminos de la vida en Dios. Contra usura, como Pound; contra Somoza, como Sandino; contra el capitalismo, como Marx. Me emociona hasta las lágrimas su fuerza para creer que resucitaremos después de la muerte (yo, que no creo en la vida después de la muerte). La grandeza de Cardenal es su amor verdadero por la justicia, su odio verdadero contra el imperialismo, su fe inquebrantable en el comunismo (a la vez bíblico, a la vez marxista) como alternativa al capitalismo que nos arroja a la barbarie de las desigualdades endémicas, por usura. Su poesía es un mirar descarnado con ojos brillantes, inyectados de la sangre del amor. Me emociona su palabra con la que nos muestra algo del paraíso que todos llevamos dentro y que no siempre sabemos ni queremos ver.
Humano, muy humano, sin embargo, como tienen que ser las cosas humanas: llenas de luces y de sombras, pero tratando siempre de no confundir las luces con las sombras. Como sacerdote, debe, al fin, lealtad al Dios de su iglesia; de religión monoteísta no podrá, a pesar de toda su convicción revolucionaria, admitir sino que hay un solo Dios, uno, único, omnipotente. Y en eso siempre hay una insoportable semilla de intolerancia. No tengo yo fe en el Dios de Cardenal, y no me siento triste de no tenerla. Y tampoco he tenido ni tengo fuerzas para creer que el comunismo aquél de la comunión con Dios, con las cosas y con los humanos, y que Cardenal sueña con todo su ser, ocurrirá alguna vez en este mundo nuestro, demasiado voraz para dejar espacio al amor como sistema. Pero aun así creo en el amor, y creo que la poesía es un acto de amor y que la poesía es un reclamo, siempre justificado, de comunismo. Confieso que para mí —hablo de ése a quien llaman Sergio Mansilla Torres— no hay ningún arte que llegue a tocar las más profundas fibras de mi ser como lo hace la poesía, la buena poesía, sea exteriorista, superrealista, política, erótica, religiosa, masculina, femenina, antigua, moderna… Porque escribir buena poesía y leer buena poesía es amar. Con Jacques Prèvert diré: “amo a los que se aman” (como Bárbara con su novio mientras llovía sobre Brest). Pero amar es también odiar: odiar lo que impide que el amor levante sus catedrales sobre roca firme.

ernesto cardenal CUARTOSCURO

Sábado 31 volví a ver a Ernesto en casa de Rosabetty y Juan en Ancud, Chiloé. Esta vez sin boina, con su cotona blanca de algodón bajo una gruesa chaqueta verde que alguna vez le regalaron en Mongolia cuando era Ministro de Cultura de su país. “Leí un poema suyo por primera vez en 1975”. “¿Cuál poema?”, me pregunta casi como en un susurro. “Oración por Marilyn Monroe”, le digo. “Gracias”, me dice y se queda en silencio. La casa se llena de tibiezas: los amigos, el vino, los mariscos de las playas de Chiloé, la hospitalidad tremenda de Rosabetty y Juan, allá abajo el río Pudeto, el puente, un poco más lejos el mar taciturno que vemos desde las ventanas. La poesía hace estos milagros de reunirnos mientras afuera llueve y ladran lejos los perros de los vecinos. Hablamos, hablamos: esclavos todos de la palabra, sabiendo que nuestros versos, nuestros libros, son apenas huellas —pocas veces nítidas, casi siempre borrosas, torpes— de estos cuerpos celestes que somos y que llevamos en el tiempo que nos ha sido dado. Quizás no resucitaremos como las cigarras del poema de Cardenal (aunque también nosotros vivimos 17 años bajo la tierra); pero cantaremos, aunque sea como los grillos, sin boca ni garganta, frotando las alas contra el cuerpo, y si no nos quedan alas, frotando el cuerpo contra la tierra, y si no nos queda cuerpo, frotando la lámpara maravillosa de la nada contra todo lo que existe.
 

(Sergio Mansilla Torres: CAUQUIL. Santiago: Cuarto Propio, 2005, pp.135-137)
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