Autobiografía de Gabriela Mistral

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¿Mi biografía? ¿Mi autobiografía, mejor dicho? Es muy corta. Nací en Vicuña, provincia de Coquimbo, el 7 de abril de 1889, República de Chile. Me crié en las poblaciones rurales del Valle de Elqui, región de montaña y de naturaleza casi tropical. Recibí la única instrucción que se me dio de mi hermana, maestra también. Quise ingresar a una escuela normal, de la que fui excluida por prejuicios religiosos. La primera jefa que tuve fue una directora de liceo alemana, quien me eliminó del empleo de secretaria por mis tendencias democráticas.
De la secretaría de este liceo me mandaron a la dirección de una escuela rural, donde enseñé dos años. Este es el periodo que considero me formó espiritualmente en el amor a la tierra y del pueblo campesino. Ha persistido en mí la ruralidad y sigo interesada en la escuela del campo, y hasta en la cuestión agraria.
De esta escuela rural pasé a la enseñanza secundaria, en la cual tengo dieciséis años de servicios. Mi falta de título profesional originó una campaña en la cual hicieron mi defensa los escritores más representativos y un grupo de personas de la aristocracia chilena, clase social con la que no tengo vinculaciones espirituales. He trabajado recorriendo, peldaño a peldaño, todo el escalafón del magisterio.
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Escribí desde pequeña los versos vergonzosos que todos hemos hecho. Me di a conocer en un concurso donde fueron premiados mis Sonetos de la muerte. Compuse después canciones infantiles, que fueron usadas en las escuelas de Chile, de México y de Costa Rica. Y he tenido siempre un poco de vergüenza por el desprecio que observo en los artistas de nuestra raza hacia aquellos “a los que Jesús quería…” Trabajo también en una serie de biografías escolares, y he terminado un libro de motivos franciscanos, o sea de comentarios sobre la vida del pobrecito de Asís.
Era mi intención no publicar mis versos en un volumen (dudo mucho de su valor), pero en el tiempo en que recibía los ataques de mis compañeros de profesión, vino una muy afectuosa y noble nota de los profesores de español de Estados Unidos, en la cual se me agradecían las poesías de niño que he escrito y se reconocía mi labor en la enseñanza. Esta fue la razón sentimental por la que me decidí a enviar al Instituto de las Españas el volumen que acaba de publicarse con el nombre de Desolación. Está dedicado mi libro a don Pedro Aguirre Cerda, a quien debo toda la pequeña paz que he podido disfrutar en mi país.
Debo al gobierno de mi país el haber depositado en mi confianza al encomendarme la reorganización de dos liceos (Punta Arenas y Temuco). Y al someter mi nombramiento para Santiago, a pesar de la campaña aludida y de la renuncia que hice de tal cargo.
El secretario de Educación de México, don José Vasconcelos –escritor de rico dinamismo y un político lleno de probidad-, me invitó a venir a inaugurar la escuela que en este país lleva mi nombre literario. Viajé por todo el país y he tenido el privilegio de asistir a ese suceso dentro de nuestra cultura, que es la reforma pedagógica. Visité las escuelas de indios, en plena sierra. Trabajé en los cantos escolares con la dirección de cultura estética y colaboré en la confección de esta obra de lectura para las escuelas primarias, escribiendo unos relatos bíblicos.
Fuera de esta reforma, estimé en aquel país la reforma agraria, tan desfigurada y maleada lejos de México. Contiene ella errores parciales, pero es realmente salvadora para esa nación. El indio dejará de ayudar a las revoluciones cuando tenga tierra suya. Los países de latifundio en nuestra América son países de agricultura muerta. La reforma agraria, con la creación de la pequeña propiedad es, sencillamente, una medida económica para estimular la producción.
México me ha dado las consideraciones más honrosas que he recibido en la vida. Con la Argentina, es el país que más estimo en nuestra América.
Creo en la América una, (de Bolívar a Martí, de Bello a Sarmiento), del porvenir, aunque comprendo que se trate del porvenir muy lejano, que nosotros no veremos. Creo en la enseñanza como ejercicio apostólico. Creo que los grandes maestros no han sido nunca los hombres de las universidades, sino las figuras idealistas de profesores desde Rousseau a Tagore, de Sócrates a Tolstoi y Romain Rolland. Creo necesario un gran renacimiento religioso. Pienso que la cultura intelectual sin la penetración del espíritu ha corrompido la época junto con el mercantilismo de las grandes naciones.
La literatura no ha sido para mí labor seria. He dado a la enseñanza toda mi juventud. Quiero descansar de mis clases y vivir en el campo leyendo y escribiendo. Vengo de campesinos y soy uno de ellos. Mis grandes amores son mi fe, la tierra, la poesía.
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En tres escuelas rurales trabajé: en la aldea de la Cantera, próxima al puerto de Coquimbo, en Barrancas (cerca de Santiago) y en la Compañía Baja, cerca de La Serena. Ignoro si persiste aun en Chile el salario bajísimo que yo misma viví como maestra rural, y era realmente un salario de hambre para el maestro que tenía familia. Vi y probé la absoluta indiferencia de los hacendados locales hacia el maestro. Vi un desdén absoluto, por un necio sentido de clase en esos pueblecitos. La suerte de la escuela no les importaba nada, y las dificultades de vida del maestro o la maestra menos aun.
A los 15 años de edad viví en la Cantera. La aldea comprendía tres haciendas. Una de ellas era de una familia Alcayaga, pariente de mi madre. Aunque ausentistas, vivían en el pueblecito unos meses de vacaciones. Les hablé más de una vez de mis niños casi todos descalzos y llevando una ropa que se les caía de usada. Nunca respondieron a eso; tampoco me ayudaron con facilidades para la escuela nocturna gratuita que yo me inventé y que tenía más asistencia que la diurna. Y cuando vino el caso de que el hijo de la familia, un tipo vicioso y cínico, dejó embarazada a una alumna y con nada protegieron a la pobre muchacha, los padres del seductor se desentendieron absolutamente del “caso”.
La vida rural chilena de ese tiempo era invivible para cualquier maestra graduada. Yo era maestra “interina” y de este modo se doblaba para mí el complejo del desdén absoluto con que los llamados visitadores miraban hacia las escuelas y las enseñantes del campo.
Sigo creyendo, por todo lo que vi, que lo más importante para Chile no es asistir con creces todo lo urbano y desamparar, por un capitalismo exorbitado, las aldeas pobres y a veces hambreadas.
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