El día que Pinochet dejó de ser intocable

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Por Gustavo González Rodríguez
 
16 de octubre de 1998. Se cumplen 20 años de una fecha digna de recordar y celebrar. Ese día, agentes de Scotland Yard llegaron a la London Clinic para arrestar al exdictador chileno, y entonces senador vitalicio, Augusto Pinochet Ugarte, atendiendo una orden de captura internacional emitida en Madrid por el juez Baltasar Garzón.
 
Pocos personajes han sido tan vilipendiados por la derecha chilena como Garzón, que a su vez no ha tenido los reconocimientos que merecería por parte de los sectores políticos chilenos identificados con la ya desaparecida Concertación. Gracias a este magistrado, hace dos décadas Pinochet dejó de ser un intocable. Al mismo tiempo se abrió la posibilidad de profundizar y cerrar una transición a la democracia limitada por los amarres constitucionales creados por el ingenio de Jaime Guzmán, aunque eso no ocurrió gracias a los poderes fácticos y a las vacilaciones de los gobiernos concertacionistas.
 
Así, la conmemoración del arresto invita a recapitular los antecedentes y consecuencias internas de este hecho, y también a rescatar su trascendencia internacional.
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Tras el triunfo del NO en el plebiscito del 5 de octubre de 1988 persistió el rol preponderante de Pinochet en Chile, bajo la forma de una democracia no solo tutelada, sino también vigilada. Por eso cobra importancia histórica su arresto, que sentó un precedente mundial en los mismos días en que las Naciones Unidas culminaban la aprobación del Tratado de Roma y creaban la Corte Penal Internacional, profundizando así la universalidad de los derechos humanos bajo el principio de que no existen fronteras para juzgar a los criminales de lesa humanidad.
 
“El día que toquen a alguno de mis hombres se acaba el estado de derecho”. Esa fue una de las tantas amenazas de Pinochet tras su derrota, blindado por los amarres de la Constitución de 1980 que le permitían seguir como comandante en jefe del Ejército hasta marzo de 1998 para transformarse a partir de ahí en senador vitalicio.
 
El exdictador aplicó esa amenaza en provecho personal. Poco pudo hacer cuando un Poder Judicial que se sacudía lentamente las ataduras autoritarias empezó a juzgar a agentes represivos por desapariciones de militantes de izquierda, acogiendo lo que se llamó la “Doctrina Aylwin”, en el sentido de que una desaparición forzada es un delito que permanece y no prescribe mientras no se encuentre a la víctima. Sin embargo, cuando el mismo Pinochet se sintió acosado judicialmente no tuvo reparos en poner en riesgo el estado de derecho.
 
Fue un caso de corrupción, el de los “pinocheques”, lo que gatilló la reacción del general. En 1989 se supo de la irregular operación por la cual se traspasó y luego se compró a Augusto Pinochet Hiriart una empresa del Ejército, lo cual le reportó al primogénito del exdictador una utilidad neta de tres millones de dólares, depositados subrepticiamente en cuentas bancarias en los Estados Unidos. Para advertir que no admitiría una investigación judicial al respecto, Pinochet ordenó como comandante en jefe del Ejército un acuartelamiento general el 19 de diciembre de 1990, en lo que se conoció eufemísticamente como el “ejercicio de enlace”. Tiempo después, cuando el diario gubernamental La Nación publicó que el caso de los “pinocheques” se reactivaba judicialmente, vino “el boinazo”, una demostración de fuerza militar hacia La Moneda desde el ministerio de Defensa, con comandos en tenida de combate y caras pintadas.
 
La amenaza fue tan real, y era tanto el poder del exdictador, que el segundo presidente de la transición, Eduardo Frei Ruiz-Tagle, se apresuró a dar por cerrado el “caso pinocheques” en 1995 aduciendo “razón de Estado”. El abogado Luis Bates, que encaminaba la acción judicial desde la presidencia del Consejo de Defensa del Estado, cesó en el cargo en 1996 y fue sustituido por la abogada Clara Szczaranski.
 
Antes, durante el gobierno de Patricio Aylwin, su ministro Secretario General de Gobierno, Enrique Correa, consiguió que parlamentarios de la Concertación se abstuvieran de presentar una acusación constitucional contra Pinochet por los episodios del “ejercicio de enlace” y el “boinazo”. En marzo de 1998, once diputados hicieron efectiva la presentación de una acusación constitucional contra el exdictador, recientemente posicionado como senador vitalicio. También en esta oportunidad, las gestiones de Aylwin, el propio Correa, y el mismo presidente Frei Ruiz-Tagle lograron que el libelo acusatorio fuera rechazado gracias a los votos de diputados demócrata cristianos.
 
En esa oportunidad se usó el argumento de que acusar a Pinochet por actos cometidos después de restaurada la democracia en 1990, era una acusación “contra la transición”. Así, Pinochet se vio legitimado como senador vitalicio y comenzó a labrar la imagen de estadista que siempre anheló tener, corrigiendo su imagen de represor. Así, impulsó como “un acto de reconciliación” la eliminación del feriado del 11 de septiembre, que la dictadura había implantado para celebrar el golpe de Estado de 1973.
 
Este era el hombre que revestido de un gran poder, dictaba pautas en la política chilena aún después de dejar la comandancia en jefe del Ejército. En ese contexto su arresto en Londres fue un hecho fundamental que debía cambiar el escenario de la transición.
 
Sin embargo, el gobierno de Frei Ruiz-Tagle, con su ministro de Relaciones Exteriores José Miguel Insulsa, asumió la defensa del exdictador aduciendo que su arresto en otro país violaba la soberanía chilena. Así, el gobierno de la época hacía un frente común con la derecha, mientras las organizaciones de derechos humanos y las víctimas de la represión dictatorial apoyaban su juzgamiento en Inglaterra o España.
 
Pinochet permaneció forzadamente en Londres hasta el 3 de marzo del año 2000, ocho días antes de que finalizara el gobierno de Frei Ruiz-Tagle y asumiera Ricardo Lagos como presidente. En las elecciones de diciembre de 1999 Lagos, un socialdemócrata, superó por estrecho margen al candidato de la derecha Joaquín Lavín y fue necesaria una segunda vuelta en febrero de 2000. En esos mismos días, luego de que una junta de médicos británicos le diagnosticara demencia senil a Pinochet, el gobierno laborista de Tony Blair dispuso, a través del ministro del Interior Jack Straw, la liberación del exdictador chileno por razones humanitarias.
 
En tanto, el juez chileno Juan Guzmán avanzaba un proceso contra Pinochet a raíz de una querella presentada a comienzos de 1999 por la presidenta del Partido Comunista, Gladys Marín, basada en los crímenes cometidos en los inicios de la dictadura por la misión militar denominada “caravana de la muerte”.
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Gracias a Garzón, el otrora poderoso dictador pudo ser juzgado en Chile. Hubo negociaciones políticas entre el gobierno de Lagos y la derecha que lograron la renuncia de Pinochet al cargo de senador vitalicio. También las Fuerzas Armadas aceptaron integrar una Mesa de Diálogo cuyo fin era revisar las violaciones a los derechos humanos y contribuir al hallazgo de los restos de más de un millar de detenidos-desaparecidos. Con el tiempo se comprobó que la mayoría de la información entregada por los militares en esa instancia era falsa.
 
La investigación del juez Guzmán permitió que la Corte Suprema en Chile diera curso al juzgamiento del exdictador. El magistrado logró además establecer que la supuesta demencia senil de Pinochet no era un impedimento para procesarlo. Se cuenta, sin embargo, que cuando Guzmán logró interrogarlo, Pinochet negó que hubiera ordenado las acciones represivas por las cuales se le acusaba. “Nunca di esa orden, y si la di no me acuerdo”, decía.
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Al fallecer, el 10 de diciembre de 2006, el general que se instaló en el poder con el cruento golpe de Estado de 1973, acumulaba no solo acusaciones por crímenes de lesa humanidad, sino también por actos de corrupción, con un enriquecimiento indebido camuflado con cuentas secretas, abiertas con pasaportes falsos, en el banco Riggs. Pero se fue de este mundo sin ser condenado por la justicia.
 
Veinte años después del arresto del exdictador en Londres el balance de la evolución política, económica y social de Chile muestra a un país gobernado por los herederos del pinochetismo, donde campean las recetas neoliberales y que cosecha aplausos del Banco Mundial como ejemplo para América Latina, mientras en el trasfondo pervive el país más desigual de la región.

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