A 50 años de la Primavera de Praga

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Por Gustavo González Rodríguez
Pocos años tan intensos en la historia del siglo XX como 1968. El Mayo francés, las tres fases de la ofensiva del Tet en la guerra de Vietnam, la Primavera de Praga en agosto y la masacre de Tlatelolco en octubre fueron mucho más que acontecimientos puntuales, ya que de una u otra forma, incluso desde la derrota, abrieron paso a procesos que. con diversos ritmos y plazos, generaron cambios fundamentales que cuestionaron estructuras de poder en un mundo regido entonces por la Guerra Fría.
 
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Si el Mayo del 68 tuvo una feliz relectura en el Mayo Feminista del Chile de 2018, corresponde tal vez interrogarse ahora cuáles serán los aspectos centrales de la conmemoración de los 50 años del abrupto y violento fin de la Primavera de Praga. Fue el 20 de agosto de 1968 cuando las tropas del Pacto de Varsovia, encabezadas por la Unión Soviética, invadieron Checoslovaquia bajo el argumento de que el país estaba en inminente riesgo de abandonar el campo socialista. Se denunció “una colusión de fuerzas contrarrevolucionarias internas con el imperialismo” que pretendía hacerse del poder aprovechando los cambios democratizadores que el Partido Comunista checo venía impulsando desde 1967.
Un preámbulo de la crisis del socialismo real
La URSS, gobernada desde 1964 por Leonid Brezhnev, tuvo la cooperación militar de Bulgaria, Alemania Democrática, Hungría y Polonia para conformar la fuerza invasora estimada en unos 500.000 hombres, que rápidamente tomó el control absoluto de Checoslovaquia y depuso al líder Alexander Dubcek. La ocupación duró hasta el 20 de septiembre, aunque la presencia militar soviética se prolongó varios años más, y dejó un saldo de 108 civiles muertos y 500 heridos. La protesta más dramática y tal vez impotente contra la invasión fue la del estudiante Jan Palach, quien se suicidó prendiéndose fuego a lo bonzo el 16 de enero de 1969.
La invasión fue un episodio traumático en el entonces movimiento comunista internacional que, visto a la distancia, contribuyó a la crisis de los socialismos reales, consumada 20 años después con la caída del Muro de Berlín y la posterior disolución de la Unión Soviética, seguida por el fin de los gobiernos comunistas en casi toda la Europa del este. Rumania y Albania fueron los únicos miembros del Pacto de Varsovia que condenaron entonces la acción armada, además de la díscola Yugoslavia dirigida por el mariscal Tito. En Europa occidental se profundizó el distanciamiento con Moscú de importantes partidos “hermanos”, sobre todo los de Italia y España, que en las décadas de los años 70 y 80 abrazaron el eurocomunismo. Hace medio siglo éste fue uno de los episodios más ilustrativos de las lógicas de la Guerra Fría, con un mundo bipolar dividido en zonas de influencia. La reacción del gobierno de Estados Unidos, presidido entonces por Lyndon Johnson, más allá de la retórica diplomática y de los consabidos debates y proyectos de resolución en el Consejo de Seguridad de la ONU, fue tibia. Pocas lecciones de respeto a la soberanía podía dar Washington, que solo tres años antes, en 1965, había invadido República Dominicana y que en abril de 1961 organizó la fracasada expedición de Bahía Cochinos contra Cuba.
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En el escenario de la Guerra Fría no cabían los desafíos a los poderes. Si algo pudiera hermanar al Mayo del 68 con la Primavera de Praga es que ambos, a su manera, fueron procesos que apostaron a la utopía de la libertad, neutralizados o derrotados porque “las instituciones funcionaron”, parafraseando a Ricardo Lagos. En Francia fue la “mayoría silenciosa” que cerró filas electoralmente tras la figura conservadora de Charles de Gaulle; en Checoslovaquia fue la imposición de los intereses de Estado de la Unión Soviética de la mano del Pacto de Varsovia. En su esencia, la Primavera de Praga cuestionó la hegemonía de Moscú y el renacer de las rémoras estalinistas de la mano con la “Doctrina Brezhnev”. El gobierno soviético miraba con desconfianza un proceso impulsado sobre todo por intelectuales y estudiantes que no comulgaba con los discursos de las cúpulas burocráticas que se atribuían la representación de la clase obrera. En los meses previos a la invasión hubo frecuentes reuniones de Dubcek con sus pares de la URSS y demás países socialistas europeos, en que refrendó la adhesión al marxismo-leninismo y al movimiento comunista internacional. Declaraciones que no fueron suficientes para contrarrestar las crecientes acusaciones de que las estructuras políticas y los medios de comunicación oficiales de Checoslovaquia estaban siendo infiltrados por agentes “del imperialismo norteamericano y del revanchismo germano-occidental”. Para justificar la invasión se dijo que se pretendía reinstalar el régimen burgués en Checoslovaquia, disolver las milicias populares, prohibir el Partido Comunista y devolver las tierras a los antiguos latifundistas, además de convocar a elecciones “bajo el control de Inglaterra, Francia, Italia y otros países capitalistas”.
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“Ayuda armada”
Todos esos puntos constan en la declaración que la Comisión Política del Partido Comunista de Chile emitió el 21 de agosto. Ese mismo día, el diario El Siglo titulaba a todo lo ancho de su primera plana: “Ante amenaza imperialista y contrarrevolucionaria. Checoslovaquia pidió ayuda armada a países socialistas”.
El PC se vio transitoriamente aislado en el contexto de la izquierda chilena. El Partido Socialista y el MIR rechazaron la invasión, como un acto imperialista dirigido a resguardar la hegemonía de la URSS en Europa del Este, al tiempo que rechazaron la versión de que la Primavera de Praga ponía en peligro el sistema socialista. El debate político-ideológico era intenso en aquellos años, sobre todo en los ambientes universitarios, sensibilizados aún por el Mayo francés y el asesinato de Ernesto Ché Guevara de octubre de 1967. Así, Checoslovaquia proporcionó más argumentos a las corrientes marxistas que levantaban el ejemplo de la Revolución Cubana y se distanciaban del régimen de Moscú, calificándolo de reformista, mientras los maoístas tildaban de revisionistas a la URSS y sus aliados.
El PC, encabezado por Luis Corvalán, sostenía la tesis de la unidad socialista-comunista como fundamental para levantar una alianza amplia y una alternativa de poder frente a la entonces gobernante Democracia Cristiana y la derecha representada sobre todo por el Partido Nacional. Sin embargo, en este episodio mantuvo inalterable su postura prosoviética e incluso convocó a un gran acto de masas en el Teatro Caupolicán de apoyo “a la defensa del socialismo” en Checoslovaquia.
Lo cierto es que las críticas del MIR y del PS al PC perdieron fuerza a partir de la larga comparecencia televisiva que Fidel Castro hizo en La Habana el 23 de agosto. Allí, el entonces primer ministro y secretario general PC cubano, sostuvo que efectivamente estaba en peligro el régimen socialista y consideró necesaria la intervención armada del Pacto de Varsovia. Pero al mismo tiempo contradijo a la mayoría de los partidos comunistas (incluyendo al chileno) que respaldaron la invasión apelando a una cierta legalidad internacionalista. La violación de la soberanía de Checoslovaquia fue flagrante, declaró el líder cubano, puntualizando que el problema de fondo era político y no legal.
En otros pasajes de su intervención fustigó desviaciones a su juicio presentes en los países socialistas de Europa, como el burocratismo, la falta de contacto de los dirigentes con las masas y el abandono de los ideales comunistas. Sostuvo que esas situaciones jamás se darían en Cuba, pero dejó planteada la interrogante de si el Pacto de Varsovia enviaría tropas a la isla si peligrara allí el socialismo o si haría otro tanto si el pueblo vietnamita se viera derrotado por las tropas de Estados Unidos.
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Del estalinismo al neoliberalismo
Cuba profundizó en los años siguientes su alianza con la URSS, pero de manera tal vez indirecta las críticas de Castro a las desviaciones en el movimiento comunista internacional fueron premonitorias: veinte años después vino la debacle del mundo socialista, que tuvo, entre otros preámbulos, la crisis de Polonia y la fracasada intervención soviética en Afganistán. Primero cayó el Muro de Berlín, luego se disolvió la Unión Soviética y como en un juego de dominó toda Europa del este no solo abandonó el comunismo, sino que vio renacer viejos nacionalismos que fraccionaron el mapa político armado al fin de la II Guerra Mundial. Desde el 1 de enero de 1993 Checoslovaquia se dividió en las actuales República Checa y Eslovaquia. En julio de 1991 se había disuelto el Pacto de Varsovia, antítesis de la OTAN en el esquema de la Guerra Fría.
Medio siglo después de la abortada Primavera de Praga es casi una ironía de la historia constatar que, con excepción de la desaparecida Alemania Democrática, en todos los países que apoyaron con armas la invasión hay gobiernos de derecha. En Polonia está en el poder el partido Ley y Justicia, católico, derechista y conservador. Víktor Orbán, el actual primer ministro de Hungría, es un conservador ultranacionalista y xenófobo, mientras en Bulgaria el primer ministro Boiko Borísov lidera el partido Ciudadanos por el Desarrollo Europeo, al que le caben las calificaciones de liberal conservador, populista y europeísta. Tanto Polonia, como Hungría y Bulgaria son miembros de la Unión Europea y la OTAN.
La República Checa, a su vez, está gobernada desde 2017 por el multimillonario Andrej Babiš, populista de derecha. El país se adhirió a la OTAN en 1999 y en el 2004 a la Unión Europea. Eslovaquia es casi una excepción, ya que no pertenece a la OTAN, si bien es miembro de la UE, y su gobierno es encabezado por el socialdemócrata Peter Pellegrini.
Tal vez la historia se habría escrito de otro modo si el proclamado “socialismo con rostro humano” de la Primavera de Praga hubiera llegado a buen puerto, pero como bien dijo Joaquín Sabina “no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca, jamás, sucedió”. Lo que sí se puede juzgar hoy es el tránsito de los socialismos reales de la Guerra Fría a sistemas capitalistas, donde imperan gobiernos de corte populista-neoliberal, en total ruptura no solo con las viejas proclamas comunistas de la solidaridad internacionalista, sino también con el estado de bienestar. Como bien ha apuntado el periodista y economista ítalo-argentino Roberto Savio, los nuevos líderes de Europa del este tienen como ejemplo a Vladimir Putin o Donald Trump. Los gobernantes que se instalaron en esos países tras la derrota del nazismo en 1945 tenían como inspiración a José Stalin.
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Los recuerdos de Luis Corvalán
Luis Corvalán, fallecido en julio de 2010, fue secretario general del PC chileno desde 1958 hasta 1990. En 1993 publicó el libro “El derrumbe del poder soviético” (Editorial Los Andes), donde sostuvo que si bien los comunistas chilenos apoyaron a la URSS en las intervenciones armadas contra Hungría (1956) y Checoslovaquia (1968), no tuvieron “una actitud cerrada, ciega”, una aseveración fácilmente rebatible con la revisión de El Siglo del 21 de agosto de 1968 y los días posteriores. En ese mismo libro, Corvalán cita revelaciones de 1991 de que altos dirigentes comunistas como el húngaro Janos Kadar y el polaco Vladislav Gomulka veían con buenos ojos a Alexander Dubcek y el proceso de la Primavera de Praga, aunque terminaron plegándose a la invasión dispuesta por la URSS. En esa misma obra el ex secretario general del PC chileno recordó que el 5 de diciembre de 1989 los dirigentes máximos de la Unión Soviética, la RDA, Polonia, Bulgaria y Hungría, admitieron que la invasión de 1968 fue una violación de la soberanía de Checoslovaquia que “interrumpió el proceso democrático” de la Primavera de Praga. Según Corvalán, tal declaración “se hizo en circunstancias que no permitían un análisis sereno y responsable de los acontecimientos que venían a recusarse 21 años después. Los dirigentes de los partidos de esos países se hallaban acosados y presionados por las fuerzas que habían desatado la perestroika y en peligro de perder las posiciones de poder que detentaban” (páginas 119-122). En la URSS había asumido el poder Mijail Gorbachov en octubre de 1988.
Cincuenta años después hay que reconocer que la invasión de Checoslovaquia le permitió al PC chileno dar una muestra de su fortaleza y cohesión interna, bajo la aplicación rigurosa del llamado centralismo democrático, que remitió al debate interno las posiciones de desacuerdo con su apoyo incondicional a la Unión Soviética. No obstante, la Primavera de Praga activó sobre todo en círculos estudiantiles de la Juventud Comunista posiciones críticas a la dirección central que en 1969 desembocaron en disidencias en Ciencias Políticas, Periodismo y otras carreras de la Universidad de Chile.

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