El último aguacero de la tormenta

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Por Zucchero
Es posible que Amelia Earhart, aviadora desaparecida en el Océano Pacífico mientras intentaba dar la vuelta al mundo hace 81 años, aterrizara en una pequeña isla triangular llamada Gardner de un desconocido país denominado Kiribati. Son muchos los que creen esta teoría, pero yo debo ser el más devoto. Son muchos también los que no la creen; no importa: una rosa puede crecer en el desierto.
Earhart y su copiloto Fred Noonan desaparecieron el 2 de julio de 1937, durante un vuelo desde Papúa Nueva Guinea a la isla Howland. En ello hay certeza. En lo demás no. Premonición? Earhart meses antes había escrito a un amigo: «Por favor debes saber que soy consciente de los peligros, quiero hacerlo porque lo deseo. Las mujeres deben intentar hacer cosas como lo han hecho los hombres. Si ellos fallaron sus intentos debe ser un reto para otros».
La diminuta isla de seis kilómetros de largo estaba casi desierta salvo por 30 personas diseminadas en su entorno que nunca vieron a sus ocasionales y desesperados vecinos. El avión, al momento de aterrizar, muy tarde en la noche, chocó con varios árboles y casi se desintegra, salvo la parte posterior que les sirvió de guarida durante los tres meses que lograron sobrevivir. Noonan sufrió heridas leves en su columna que lo tuvieron a mal traer y requirieron descanso durante las cuatro primeras semanas, hasta que -bajo los ciudados de su amiga- logró ponerse en pie. Fueron días difíciles para Amelia quien debió organizar todo. Hizo fuego y recolectó frutos y semillas, alimento diario y escaso, hasta que ambos lograron pescar con unos improvisados anzuelos y pequeñas lanzas.
En la isla había poca agua pero Amelia trató de no desesperarse. Sabía por su padre, un abogado alcohólico, que en los momentos difíciles había que mantener la calma y pensar; cosa que él nunca había hecho. Amelia, quien en los primeros días había piloteado un avión llamado Friendship, deseaba establecer amistad con los habitantes de esa isla pero éstos nunca se dejaron ver y ella tampoco hizo mayores esfuerzos para encontrarlos. Sin embargo, y se lo dijo a Noonan, siempre se sintió observada. En un cuaderno, salvado del aterrizaje forzoso, lo escribió: “No estamos solos. Siento una fuerza poderosa que nos observa desde lo alto”. Al caer la noche el canto de los pájaros se interrumpía y aparecía el atemorizante sonido de los árboles y el extraño crujir de las ramas, como si alguien circundara por los alrededores. -Oíste eso? – solía preguntar Amelia a Noonan.
-Son pequeños animales- respondía él tratando de calmarla. Pero ella no se calmaba; al contrario. Volvía una y otra vez con las preguntas: ¿Habrá ratas en este lugar? ¿Serpientes? ¿Perros salvajes? ¿Habrá alguien más? ¿Nos habrán descubierto?, preguntaba temerosa. Y claro que existían todos esos peligros. Y había alguien más. Pero Noonan le decía que estaban solos y que la marina norteamericana pronto daría con ellos. Le recalcaba que estuviera tranquila y, al igual que su padre, que mantuviera la calma. Pero ello no surtía efecto en la mujer.
Amelia tenía en mente establecer exploraciones en pos de obtener agua y frutos pero su amigo siempre encontraba una excusa para postergar dichas aventuras. Íntimamente el hombre tenía miedo. Un irrefrenable pavor a lo desconocido y a una posibilidad real que no deseaba aceptar por ningún motivo: morir. Durante algunas noches un sueño se hizo recurrente para Amelia en aquella isla. En él la mujer volvía a su niñez en aquella plácida casa de Kansas: ahí se sentaba en el pórtico y comenzaba a leer un cuento de origen alemán. Era la historia de la niña que lloró hasta perder sus bellos ojos azules. En la realidad Amelia sentía miedo de llorar y perderlos también. ¿Era llorar un signo de debilidad? Amelia se quedó pensando en sus ojos y el mundo que recordaba y que ellos advertían en ese momento.
-Nos han encarcelado. Y ni siquiera lo sabemos- le susurró a su amigo pero él no fue capaz de contestar. Una noche Noolan no volvió. Había salido a buscar comida mientras Amelia descansaba. No pudo ir muy lejos; pero no volvió nunca más. La mujer estaba sola salvo por los recuerdos y las sombras que en recurrentes pesadillas se dejaban caer de los árboles.

Años más tarde, en esa isla, se libraría una de las más sangrientas batallas entre marines norteamericanos y soldados japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo los combatientes nunca advirtieron los restos del avión sepultados por la maleza. Nunca se enteraron de la gesta de la mujer y su copiloto. Nunca supieron acerca de sus sufrimientos ni de su lenta agonía. La isla estaba maldita. Quien accedía a ese pequeño terreno en el fin del mundo nunca saldría con vida. Definitivamente era una isla de la muerte para norteamericanos y asiáticos. Y sin embargo ella los conocía.
-Es difícil que salgamos con vida de este lugar- recordó que le dijo una tarde lluviosa a Noonan, quien la miró con pena. El hombre se levantó de la arena y pronunció un “Nada será como pensamos”. Sin embargo Amelia podía ser incrédula pero no se sentía equivocada. Se sentía culpable al haber aceptado esa misión y ahora estar cautiva sin estarlo realmente siendo observada por esos oficiales de traje gris y ojos rasgados que habían decidido dejarla morir de hambre junto a Noolan un par de años antes que se desencadenara el apocalipsis final.
Una tarde, ya sola, decidió caminar un par de kilómetros por la orilla de la meseta que caía al poniente. El sol se había escondido, apareciendo unos nubarrones que hicieron presagiar lluvia y viento. Pese a ello Amelia continuó la marcha. Las piernas le comenzaron a doler a medida que iba ascendiendo por el pasto y las rocas diseminadas en un sendero que ella misma confeccionó siguiendo el terreno más proclive. Tenía la imprevista certeza de que iba a descubrir algo. Quince minutos más tarde podía observar, desde lo alto, el lugar donde yacía el avión y a lejos la playa. Caminó un poco más advirtiendo el fin de la ladera y el comienzo de la planicie en la meseta. Era un tramo pequeño y limpio pese al mucho pasto existente y los árboles pequeños y frondosos. Ya lloviznaba cuando fue avanzando hasta el límite y vio lo que yacía allá abajo. Cinco casuchas de madera y veinte hombres que, a lo lejos, parecían moverse tan frenéticas como hormigas. En sus brazos llevaban unos extraños bultos amarillos. Amelia de inmediato supo que el fin había llegado. Se sintió observada y al darse la vuelta advirtió el frío y amenazante rostro de la muerte personificada en dos hombres delgados y tan pálidos como el último aguacero de una tormenta. Todo había terminado.

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