La flauta mágica

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Por Hugo Dimter P.
El mismo día que desapareció Rodrigo Anfruns -el 3 de junio de 1979- murió el hijo de Juan Escobar. El muchacho de 19 años tenía cáncer al estómago y su fin llegó luego de una larga agonía. Un año antes la esposa de Juan, y madre del muchacho, había fallecido por un paro cardiaco. Cercanos solo tenían una denominación para esta situación: la de tragedia.
Juan Escobar, ingeniero químico, estaba absolutamente deshecho y sin ningún familiar en los cuales buscar algo de apoyo luego del funeral de su único hijo. Acongojado emitió una licencia en su trabajo, que prorrogó por otros 15 días y así sucesivamente hasta completar dos meses. Luego no volvió a ir nunca más recluyéndose en su casa como si fuera un convento. Había bajado 20 kilos y parecía un drogadicto, errante entre los recuerdos de lo que tiempo atrás había sido su familia. De vez en cuando iba a sacar algo de dinero a algún cajero y cuando éste se acabó -como había sido su costumbre-no le dio mayor importancia. Nada en realidad tenía importancia.
Semanas después, abrumado por los fantasmas y las añoranzas, Juan comenzó a ausentarse de la casa por largas horas. Salía al amanecer y volvía ya entrada la noche cruzando el patio lleno de maleza y pasto sin cortar. Su vestimenta estaba roída, y tan polvorienta que los vecinos pensaban que Juan tomaba la siesta en un parque. Ya no usaba corbata y su rostro se había perdido en una barba tupida. Una noche no volvió. Ya era un mendigo. Aquella tarde se fue caminando desde Pedro de Valdivia hasta Manquehue con Vitacura, donde se quitó la chaqueta y la apoyó en una banca cerca de la Clínica Alemana. Era el 5 de noviembre de 1979 y la noche lo acogió con su tibio manto en un Santiago gris, atiborrado de miedos y pesares ocultos por la dictadura de Pinochet. Los Opalas circulaban con las puntas de las metralletas atisbando por las ventanas en los recorridos diarios por ese Santiago periférico que veía llegar la década del 80. Y en medio de todo ello estaba Juan Escobar.
Poco a poco Juan se hizo parte del paisaje acomodado en aquel rincón de Santiago poniente donde se veía una realidad desvergonzada por la opulencia y el incipiente lujo de aquellos que comenzaban a apropiarse del país entero.
Fue en la rotonda Irene Frei que Juan conoció a las hermanas Correa. Las tres mujeres, de edad avanzada, tal vez 60 o un poco más, vivían en un chalet cercano y todas las tardes, antes de la once, sacaban a pasear un perro pekinés que era su adoración. Ninguna se había casado ni estudiado una carrera. Su único trabajo había consistido en cuidar a sus padres, él jubilado del Ministerio de Relaciones Exteriores y ella maestra de un colegio de la orden salesiana. Luego de
la muerte de ambos vivieron de una sustanciosa herencia y del arriendo de otro inmueble en la comuna de La Reina. No tenían mayores gastos pues todas ellas se educaron en un estilo de vida austero donde la tranquilidad era un bien sustancioso e incalculable. Fue bajo esas circunstancias que un día llegó el perro pekinés. La hermana mayor lo encontró deambulando sin collar ni remoto rastro de sus dueños. Bastaba mirarlo para darse cuenta que el pekinés estaba asustado.
-Te llamarás Theo como el hermano del pintor- señaló la mujer en tanto lo abrazaba con sutileza., mientras el cachorro movió la cabeza como queriendo dar su consentimiento. El perro se transformó en el centro de atención de cada una de ellas. Rezaban por el bienestar del can, le armaron una bonita casa donde dormía en una esquina del patio, le cocinaban carnes y embutidos, iba a una peluquería canina y lo bañaban religiosamente cada dos semanas, como había aconsejado el veterinario. Además, para que el perro no se estresara, lo sacaban a pasear a la rotonda atestada de niños y ancianos donde corría con cierta libertad pese a lo estrecho del terreno. Una de esas tardes el perro se acercó a Juan y ante la mirada atónita de las tres hermanas decidió echarse a su lado.
-Parece que Theo quiere ser su amigo- le masculló suave la hermana menor a Juan sin que éste respondiera palabra alguna. Luego el anciano atisbó de reojo al perro y comenzó a lagrimear como nunca lo había hecho en muchísimo tiempo. Las tres mujeres guardaron silencio por un breve momento y acercándose a Juan, desconcertadas, le manifestaron con franca bondad que estuviera tranquilo, que llorara todo lo que quisiera, que después iban a conversar. Mientras ellas lo consolaban, poniéndole la mano en la espalda, el pekinés se arrimó a su pierna olisqueando a quién sería su amigo.
-No sabemos nada de usted pero vamos a rezar por su alma- sentenció la hermana mayor con un dejo de tristeza mientras Theo movía la cola. Y fue así que la escena se repitió por semanas y meses. Juan nunca dijo palabra alguna. Las hermanas le hablaban, tratando de establecer algún tipo de conversación, pero él solo seguía en lo suyo. Callado. Taciturno y frío.
El tiempo transcurre inflexible. Un día, pasado el mediodía, los vehículos transitan por Vitacura con lentitud debido a una micro en pana. Pasado Walter Scott arremete un jeep Land Rover seguido de dos autos más. El siguiente es un Mercedes y Juan advierte con recelo la escena. El segundo auto frena de improviso y es chocado por atrás. Pasan dos segundos de confusión.
-Que nadie salga del vehículo!- grita alguien asustado, pero es tarde. Un militar de edad desciende con un niño quien se ha roto la cabeza. Un hilo de sangre corre por su mejilla mientras sostiene un oso de peluche y un objeto largo y delgado ante la mirada desesperada del oficial de ejército en tenida de ceremonia. Juan está a solo un par de metros, se acerca y agachándose para recoger algo. Tres boinas negras aparecen de los otros vehículos y lo tiran al piso. El niño mira la escena temeroso apretando el oso de peluche.
-Se me cayó la flauta- señala el muchachito de improviso.
Juan tiene el instrumento en las manos que ha recogido previamente.
-Ahí está- grita el niño.
Uno de los comandos le quita la flauta a Juan y se la entrega al niño ante la mirada de su abuelo.
-Gracias- le dice a Juan el militar de edad, quien debe ser general-. Suéltenlo- ordena.
Liberan a Juan.
El niño sonríe al recuperar su instrumento musical. Juan camina hacia una esquina sin mirar atrás. Los vehículos siguen su rumbo presurosos.
Pasan días, semanas. Juan continúa su rutina diaria. Algunas veces se peina. Otras lava su camisa en una pileta de cuyo chorro sale agua limpia. A veces los vecinos del sector lo ven lagrimear mientras parece hablar consigo mismo. Pasan algunas semanas. Una noche Juan está en la rotonda y ante la ausencia de vehículos deduce que es medianoche. A lo lejos un automóvil se acerca. Juan lo ve. Son las hermanas Correa que viajan en un taxi. En forma inesperada las saluda. Las hermanas se sobresaltan. Una de ellas, sorprendida, le mueve la mano con rapidez. Las otras dos cuchichean algo en voz baja para que el taxista no escuche. “Habrá querido algo, Juan?”, se pregunta la hermana mayor.
Atrás queda Juan ensimismado. Las luces de las luminarias parecen concentrarse sobre él. A lo lejos se advierten los faroles de un nuevo auto que zigzaguea a baja velocidad. Se acerca. Al pasar frente a él el vehículo se detiene. De la puerta aparece el general a quien, meses antes, Juan entregó la flauta del nieto. Ahora el militar viste de forma informal y solo lo acompaña el chofer.
-Hola Juan- saluda el general.
Juan no responde pero pareciera saber quién es ese hombre. Inesperadamente comienza a silbar una antigua canción infantil que le tarareaba a su hijo cuando era muy pequeño.
-Recordé de donde nos conocíamos- manifiesta el general con un dejo de arrogancia. Juan sigue silbando mientras en sus ojos se proyecta una película extraña pero llena de recuerdos.
-Que no se te llenen los ojos de lágrimas- señala el militar-. Ha pasado bastante tiempo de aquellos días, de esas fiestas. De los experimentos y del análisis de los productos. Nos jugamos la vida en eso. Por la patria, por Chile, no te parece?
La melodía que entona Juan es la única respuesta. El silbido se asemeja al de una flauta. Una flauta mágica que en un tiempo pasado entonaba bellas canciones para una familia feliz pese a las sospechosas actividades del padre. Juan llora con la cabeza baja. Ahora el melódico silbido es una marcha fúnebre de un hombre que fue feliz pero que ahora solo es una sombra. Un ser condenado por su pasado al servicio del mal. A lo lejos se advierte el movimiento en las calles de ocasionales transeúntes: jóvenes yendo a una fiesta, enfermeras saliendo del turno en la Clínica Alemana, parejas caminando luego de cenar en algún restaurante. Gente común y corriente que trata de vivir de la mejor forma posible. Buenas y malas personas en un baile trágico. Todo bajo la melodía de una flauta mágica. De una esquina aparecen las tres hermanas Correa, quienes se acercan junto al pekinés. El militar se sorprende y cesa de hablar. Las mujeres se aproximan y saludan corteses.
-Hemos decidido que nos acompañes, Juan- manifiesta la hermana mayor, con el rostro mortecino y la respiración sobresaltada, en casi un trance existencial, convencida de estar haciendo una buena acción. Más de alguna de ellas piensa que es tal vez la más importante de su existencia.
Por su parte el militar advierte que está de más, que es un convidado de piedra. Se hace a un lado esperando no ser inoportuno pero también con un dejo de curiosidad por la respuesta de Juan.
Juan mira a las hermanas Correa y baja la cabeza.
-Debo volver a casa- señala Juan convencido.
Y luego emprende el rumbo a paso lento como si -aunque solo fuera algo interno, algo personal- finalmente se hubiese reconciliado con los vivos y con los muertos.

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