Cartulinas amarillas

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Por Hugo Dimter P.
De Alejandro Pacheco no hay ningún registro, salvo la sangre de su cuello -que se la llevó el viento y la lluvia en un instante de la literatura chilena que ya nadie recuerda-.
Pacheco fue el mejor poeta osornino entre mediados de la década del 60 y finales de los 70. Por supuesto que ese no era su apellido. Su apellido era de origen suizo pero él consideraba neo burgués todos los apellidos alemanes o suizos como Schmied o Schultz, o Meier o Ritz.
Había estudiado en la Alianza Francesa y ya a los 12 años se creía un Rimbaud con sus mechas largas y sus ojos azules, callejeando en Rahue con sus poemas escritos con tinta china en arrugadas cartulinas amarillas. Los mapuches lo miraban en las esquinas mientras conversaban. “Huinca estrafalario”, era el apodo con el que lo conocían.
Pacheco nació en la calle Manuel Rodríguez a la altura de Andrés Bello cuando ese sector era un pequeño bosque donde iban a hacer el amor jóvenes parejas de lugareños. Ya en ese entonces Pacheco tenía la intención de escribir poemas obsenos plagados de referencias al Marqués de Sade y El Decameron luego que -posterior al golpe- Pacheco y dos compañeros se refugiaran junto a siete compañeras en una casa de campo en las afueras de Osorno. Según Pacheco esa huida partidista se transformó en una bella orgiá de siete noches y seis días donde comprobó que el aguardiente y el sexo libre eran la mejor conjunción para albergar poesía posible, sobre todo para un ateo como él. Pacheco tenía a Dios almacenado en sus espermios y en una cartulina amarilla donde escribía palabras sueltas como “organigrama”, “frustración” y “abedules”.
Los caballos corren en las praderas mientras la peste bubónica de la dictadura inunda las plantaciones aledañas al campo donde se esconde el grupo de febriles jóvenes. En la noche se escuchan disparos pero Pacheco está besando a tres chicas al mismo tiempo en una cama enorme y tan sonora que no escucha nada salvo los quejidos de aquellas ocasionales amantes.
-Escribiré dos libros y luego desaparecé- le dijo esa noche a las ninfas. Y lo hizo. “Estrella al amanecer” y “Gritos y saliva” fueron editadas en Santiago por la imprenta Horizonte entre 1969 y 1974 sin mayor éxito pese a una crítica de Alone y otra de Pedro Retamal en la revista de la Universidad de Playa Ancha. En ese tiempo Pacheco se acostaba con mujeres y hombres y había sido desheredado por su padre ante lo cual se cortó el pelo y comenzó a trabajar en La Prensa en la sección de noticias internacionales, casi siempre en el ámbito cultural. Bebía en exceso en el local de Don Otto auspiciado por mujeres mayores y gerentes encaprichados con adolescentes. Su look de european lover aún daba buenos réditos. En cartulinas amarillas escribía poemas instantáneos que cambiaba por cognac. A la hora de cierre del restaurante decidía con quien irse para continuar lujuriosas horas de darle “patadas en el culo a la
muerte”, como catalogaba a las orgías de tres o más participantes.
Y el amor? Y la muerte? Eran un absurdo? No hablaba de aquellas cosas. Él era un anormal, alguien que había nacido 40 años antes, un exiliado del futuro que no podía pedir perdón. Solo había fuego y cenizas en su interior. La pregunta era cómo sofocarlo. Las cartulinas amarillas de algo servían. Por lo menos para dejar registro de sus poemas a Pucatrihue y el río Damas, su prosa humorística sobre un viaje en bote por el Rahue, o sus trasnoches en viejos y anaranjados prostíbulos de Franke.
La muerte de Allejandro Pacheco, o Klaus Jagert, su nombre real, ocurrió en un viejo motel en las afueras de la ciudad allá por el 75. “Un crimen pasional entre homosexuales conmueve a Osorno”, escribió La Tercera. Sin embargo fue la revista Vea quién publicó un completo reportaje gráfico con fotos de Pacheco tirado en el suelo con un profundo corte en el cuello. Un reportaje muy al estilo de Vea para ser francos. Sangre en la alfombra y las paredes. Le habían robado un reloj. Un crimen pasional o una fiesta que terminó de la peor forma posible. Dos supuestos homosexuales serían sospechosos. Una botella de cognac. Huellas por doquier en los vasos. Vasos vacíos y a medio terminar. Una discusión en medio de la orgía. Gritos y un cuchillo.
-Quieres matarme?- pregunta exaltado Pacheco. Se enciende una luz en el velador. Hay tres personas desnudas y ebrias en la habitación. Un florero cae encima de la ropa del emperador, del poeta osornino más célebre de todos los tiempos. Pacheco lleva una barba de tres días, sus rubios cabellos y sus ojos azules miran el trayecto del cuchillo que avanza como un macabro volantina entre las sombras de la habitación. El emperador de la poesía osornina cae arrodillado al suelo al momento de recibir la segunda puñalada. Luego, con la tercera y las que vendrían después, ya se le ha ido la vida. La policía encontrará, junto al cuerpo, una cartulina amarilla. “Valió la pena?”, aparece escrito con letras negras. La caligrafía es una maravilla. Una verdadera poesía adornada con trazos de sangre.

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