Vida y muerte del césped

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Por Zucchero
El césped permanece por horas dormido al sol. Cae la noche y sigue soñoliento. Pasan las semanas hasta que un sábado despierta. Unos tipos lo cortan. Otros dibujan unas líneas de cal en el perímetro. Distintos operarios instalan unas extrañas máquinas en los extremos. Al día siguiente llega una multitud con lienzos y trompetas. Después de unas horas salen los equipos a la cancha. El césped está absolutamente dispuesto para que veintidós hombres realicen actos de magia con un objeto tan intrascendente como un balón de cuero. Es un ritual. Una ceremonia sagrada que deviene en triunfos y derrotas, en penas y alegrías. Que premia o castiga con igual rigor y ferocidad a aquellos que han obrado bien o de mala manera. Incluso fuera de la cancha.
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Minuto 67
Torino. 24 de junio de 1990. Stadio delle Alpi. Mundial de Italia.
Cuando Caniggia esquivó a Taffarel y marcó el único gol del encuentro, Rui Netto, en un bar de mala muerte de Sao Paulo, dijo dos groserias luego de beber amargamente la décima y última cerveza individual de aquella tarde. Desde el final del local gritaron algo, en tono lastimero e inentendible, como en un suplicio, y al avejentado Rui Netto esa voz le pareció conocida. Trató de recordar y un aullido volvió desde el pasado. Un sonido que cada cierto tiempo lo asaltaba a mitad de la noche. Habían pasado 17 años desde su trabajo en Chile como asesor de los nacientes organismos de seguridad de Pinochet pero parecía que hubiese sido ayer. Mas aquello era solo un recuerdo. Un mal sueño que el larguirucho Netto trataba de olvidar o borrar de su mente, algunas veces con un trago, con alguna amiguita, con kilos y kilos de chocolate; otras con pastillas.
En 1973 a Rui Netto un país como Chile no le había parecido gran cosa. La gente era pobre y triste, muy politizada. No como Brasil donde la alegría reinaba en el aire con una idiosincracia, casi siempre festiva. Más encima en Santiago hacía frío. Un frío seco que bajaba de la cordillera y calaba los huesos de los habitantes ya un tanto acostumbrados. Pero Netto no lo estaba. Ni siquiera podía dormir pese a arroparse con varios chalecos. Ahora en ese bar de Sao Paulo recordó que durante las sesiones de tortura -en esos inviernos- apenas podía moverse por las diversas prendas que utilizaba asemejándose a un robot. Maldita miseria. Con extrañeza, y algo de repugnancia, también recordó aquella canción de Camilo Sesto cuyo estribillo decía:”…Es mi vida un infierno con el viento a tu favor”. Esa canción se repetía una y otra vez en “las sesiones” de aquellos años, transformándose en una sinfonía que agradaba a un tropel de psicópatas nacionales, entre los cuales se encontraba inmiscuido Netto junto a otros asesores extranjeros. Vaya equipo de desgraciados.
Ahora, al final de encuentro futbolístico los argentinos se abrazaron en la mitad de la cancha felices con la victoria. Brasil había quedado eliminada y las transmisiones finalizaban con la canción de Gianna Gianinni en una toma aérea del estadio turinés. Rui Netto vio las imágenes al mismo tiempo que se ponía en pie saliendo del añoso bar. Pensó que nunca había ido a un estadio. Salvo la primera vez en el Estadio Nacional de Santiago. Fueron los días posteriores al golpe. El 18 de septiembre. Algunas personas celebraban las Fiestas Patrias. Él le enseñaba a torturar a miembros de la represión chilena. No era irónico ni demencial. Los militares habían decidido reorientar a la nación y para ello había que obtener información y eliminar seres indeseables. Por ello la patria y la tortura eran elementos indivisibles. Que mejores Fiestas Patrias que unas donde se extirpara el legado comunista. Eso le habían dicho a Netto unas señores muy destacados del gobierno chileno, impuesto a la fuerza y no por la razón. “Con el marxismo no se puede usar la razón”, le señalaron esos caballeros de civil y a Netto le importaba un rábano. Él estaba trabajando. Y por ello le pagaban bien.
Las imágenes del estadio italiano seguían en el monitor del bar. El público en las gradas riendo; otros cariocas llorando. Los gritos, el sol, el césped de la cancha. Las mallas que dividían a príncipes de lacayos. A los actores de los espectadores. Netto recordó a uno de esos prisioneros chilenos del 73. Un tipo de mediana estatura a quien le estaban dando una paliza y él sólo trataba de protegerse las piernas. A Netto aquello le llamó la atención. En un momento dio órdenes para que dejaran de pegarle y lo pusieran de pie. Entre cuatro lo dejaron en posición vertical. -Por qué está detenido?- le preguntó Netto a uno de los militares. -No lo sé-respondió el uniformado-. Debe ser extremista. -Pregúntele por favor- le pidió Netto al uniformado. -Oye, conchatumadre, por qué estás aquí?- le gritó el militar. -No sé, no le sabría decir. No tengo militancia política. Nunca le hice daño a nadie. Una vecina me acuso de ser del MIR pero es mentira. El militar levantó las cejas extrañado y Netto se acercó. “Pregúntele a qué se dedica”, le susurró. -Oye huevón, y a qué te dedicas? -Al fútbol. Soy futbolista. Estaba buscando club. Ya no soy tan joven. -Y en qué club jugaste?- preguntó el uniformado con cierta dosis de interés. -Entre otros en Colo Colo- respondió el hombre-. En este estadio jugué muchos partidos- y luego de decir eso se le cayó una lágrima de vergüenza. Netto se retiró de esa sala de interrogatorio y no volvió a ver al hombre nunca más. Hasta ahora que su rostro y aquel incidente volvían del pasado. Habrá el césped del Estadio Nacional reconocido a aquel detenido como un viejo amigo de pasados triunfos y derrotas? Ahora a miles de kilómetros el césped de aquel estadio italiano cobraba venganza y dejaba a Brasil fuera del Mundial. Y a Netto, aunque no lo reconociera, eso le producía tristeza y molestia. Nunca le habían caído bien los argentinos. Prefería a los chilenos; aunque los hubiese habido de torturar en aquellos fríos días de Pinochet.
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Fernet con Coca Cola
Buenos Aires. 10 de junio de 1978. Estadio Monumental de River.
A cada minuto del segundo tiempo el entrenador italiano Enzo Bearzot parece resucitar. Italia se crea ocasiones y le brinda dura batalla a la Argentina de Menotti. El balón circula democrático por todos lados y cambia de dueño casi con coquetería. En el minuto 67 Antognoni cede a Bettega quien hace una pared con Paolo Rossi en la entrada del área. Pablito de taco ya se la ha devuelto a Bettega quien, antes que Gallego y Pasarrella se den cuenta, remata cruzado venciendo a Fillol. En el césped -y antes que se barra Tarantini- quedan los papelitos que ha lanzado la barra argentina. En la Escuela de Mecánica de la Armada, o ESMA como simplemente le decían, los guardianes del Grupo de tareas 3-3-2 ven el partido mientras algunos toman café con cognac y otros más timoratos Fernet con Coca Cola. -!La puta madre!- rezonga uno de ellos al ver el gol italiano. Golpea la mesa y el sucedáneo salta fuera de la taza. Luego, con disimulada sutileza, limpia las gotas que desaparecen tan rápidas como su exabrupto. Por una diminuta ventana se ve la luna entre las ramas de unos árboles. De improviso aparece un rubio oficial con cara de niño que pregunta: -Toledo, Cómo va el partido? -Mal mi capitán. Vamos perdiendo. El oficial se toma la cabeza y mece sus cabellos. Los dos faroles azules se encienden en la mitad de su rostro. -Seguramente los enemigos de la patria estarán felices- señala con rabia. -Aún falta mucho partido, mi capitán- responde el subalterno esperanzado. Sin embargo El ángel de la muerte, como apodaban al capitán, se equivocaba. La gente en las calles estaba desconsolada. La selección era de todos. Lo único legítimo en aquel país era el fútbol. El equipo dirigido por Menotti no defendía la dictadura; ellos luchaban por la libertad. Menotti no deseaba ganar utilizando la violencia sino el buen juego. Una muestra futbolística de los sentimientos de toda una nación y no una mercancía o un soporte ideológico de la dictadura. Pero eso el capitán de fragata lo desconocía. Él quería que un triunfo en el Mundial del año 78 fuera un triunfo del “gobierno militar”. -Qué están tomando muchachos?- preguntó el capitán. Los tres guardamarinas se quedaron en silencio. -Café- respondió el sargento. -Toledo, no me mienta Eso es algo más que café- rectificó el capitán. -Fernet- confesó Toledo. -Esa es una falta. Usted lo sabe. No me diga que no lo sabe. Acompáñeme Toledo- le ordenó el oficial. -Sí, mi capitán- gritó el sargento. Caminaron por pasillos apenas iluminados, senderos recónditos en una ovillo de pasadizos hasta que llegaron a un salón parecido a un comedor. A un costado había una puerta y, luego de abrirse paso, bajaron por una estrecha escala. Allí había algunas improvisadas celdas y soldados paseándose de un lado para otro en interminable desidia.Avanzaron hasta el extremo del pasillo. No se veía nada. El capitán encendió un cigarro con unos fósforos que sacó del pantalón. Su rostro se iluminó adquiriendo un cariz casi satánico. El fósforo se apagó y el capitán fue aprovechando la desvanecida luz para abrir la celda. En una esquina se advertía un bulto tan pequeño como un gato. Apenas se movía en el húmedo suelo. El olor era nauseabundo debido al vomito, orina, sangre, carne quemada, y muerte. El bulto se dio vuelta arrastrándose. Era apenas un niño. Con suerte tenía 17 años. Estaba casi desnudo y de la pierna izquierda se le advertía una herida enorme hecha con un objeto filudo. El capitán se aproximó con cierta lentitud como si esperara algo. El muchacho sollozaba. En un instante el joven sentenció: -Voy a morir- se lamentaba una y otra vez-. Voy a morir y no he hecho el amor. Esto no debería ser así. No debería ser así. El capitán impertérrito se quedó observándolo. Recorrió su cuerpo: la carne abierta en la pierna, los diversos émbolos provocados por los golpes, la aterrada mirada de niño. Pero un detalle le pareció repugnante. El joven -ahora tirado en el piso- debía calzar cerca de 45 pues sus pies eran enormes pero no coincidían con su estatura. El oficial lo consideró una deformidad y las deformidades las odiaba profundamente. Eran antinatura, una aberración, algo repugnante, e incluso él consideraba que nada más peligrosa para la convivencia armónica de la sociedad. Fue mirando al muchacho con ojos escrutadores para detectar más anomalías. Hasta que dio con otra: su cabello era excesivo, largo y estaba mal cortado. Un descuido propio de esa generación revoltosa que buscaba la igualdad por medio del Estado y no del esfuerzo personal. -Toledo! Córtele el pelo a este desgraciado y el miércoles lo lleva al río!- gritó el capitán. Toledo se pudo firme y bajó la vista. -No puede ser otro el que lo lleve al río?- preguntó. -No- respondió el capitán. Va a ser usted. Se lo ordeno. Nadie lo mandó a beber durante el servicio. Ese es su castigo. -Pero… -Pero nada. Obedezca lo que le digo. Luego el capitán salió y el joven continüo balbuceando una y otra vez que iba a morir sin antes haber hecho el amor. La ciudad callaba. No había nadie que nadie escuchara su lamento. Unos días después, durante la noche, Toledo subió un bulto a un Peugeot mientras los hinchas argentinos celebraban con gran fanfarria un abultado triunfo de su albiceleste selección en Rosario. El césped de aquella cancha, y muchas otras, hizo el amor con la lluvia, con el rocío matinal y con los primeros rayos de todas las mañanas del mundo mientras -desde lo lejos- el río de La Plata, y todos los que la formaban, eran testigo de aquel incontrolable acto de supervivencia vital.
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Día de la independencia
Palo Alto, California. Stanford Stadium. 1994. Mundial de Estados Unidos.
Todo esto debe ir rápido. En plena irrupción de la tecnología un instante -o varios- puede ser siglos. No más que eso. Un estrépito, un fuego de artificio, el enigma de un sonido que se pierde. Una bandera y gritos que es imposible deducir si son de alegría o dolor. El 4 de julio de 1994 se celebraba el día de la independencia de Estados Unidos y Bill Evans estaba clavado frente al televisor viendo el encuentro entre su país -anfitrión del Mundial- y Brasil. Evans sabía de fútbol como ex jugador en sus tiempos mozos de la Universidad de Palo Alto post auge con el Cosmos y Pelé. Esa era otra razón para ver el partido: recordar ese estadio, antes un descampado universitario, ahora remodelado al máximo para hacer de local. La hinchada pintó sus rostros con los colores americanos y Evans está asombrado de que Estados Unidos le dé dura pelea a una potencia como el scratch. El partido era dominado por el juego bonito de Romario, Dunga, Branco y Bebeto, quienes trataban de ponerse en ventaja frente a un rival que se defendía con los dientes apretados envalentonado por el bullicioso aliento de su público. Evans deseó estar ahí, en el estadio, apoyando, con una bandera en las manos, comiendo palomitas, viendo de reojo a las bellas brasileñas bailando samba. Pero ni con un milagro lo hubiese conseguido. El norteamericano se encontraba en Buenos Aires y, por lo menos, el sol bendecía una tibia tarde de invierno. Se acomodó la corbata mientras le daba un mordisco a su Mc Nifica. Eran las cinco de la tarde y en el cuartel bonaerense de la CIA todo parecía estar en ebullición. La amenaza de la izquierda latinoamericana siempre estaba presente, más aún en un país tan sindicalizado como Argentina pese a la corrupción de Menem. Pero ni siquiera ese jaleo en la oficina lograba que apartara la vista del televisor. El fútbolizado Evans, ya cuarentón y ducho en esas lides de la Inteligencia norteamericana, poseía un prestigio que hacía que tuviera merecidas regalías, bien ganadas años antes en Latinoamérica y África. Algunas veces él mismo se preguntaba qué hubiese sucedido de no haber vivido en estos continentes y si otro habría sido su destino. “Materia para elucubraciones”, se respondía irónico sin mayor ahínco. Con absoluta calma la mujer toca el timbre de la casa de adobe en aquella callecita de Buenos Aires. En el portal aparecen dos señoras de pelo rojizo con añejos peinados de los años 70. Algo conversan moviéndose como en cámara lenta. Piel morena, y surcos trazados en el cuerpo son el envoltorio femenino. En las cercanías hay un Toyota Station con cuatro hombres en su interior. En algún momento bajan enfilando hacia la casa de adobe. Parecen árabes aunque visten elegantes trajes de buen corte. Las mujeres se hacen a un lado. El cielo está gris y diversas nubes parecen correr despavoridas ante una virtual amenaza. El reloj de los presentes marca las diez de la mañana del día de la independencia norteamericana. Bill Evans había recibido diversas llamadas telefónicas aquella mañana pero aquella fue particularmente extraña: era de una ex novia judía con quien había tenido un romance y ocasionales y aburridos encuentros sexuales; pero a quien recordaba con frecuencia por su inteligencia, principal rasgo que había mellado la juvenil relación. Él no necesitaba una mujer demasiado inteligente que pudiese cuestionarle algunos hechos o conductas. Él necesitaba una novia cariñosa o hipotéticamente una esposa que cuidara de sus hijos, alguien que administrara el hogar; no una Premio Nobel. Eso pensaba en ese entonces, periodo en que ya participa en la CIA en una etapa básica pero también épica para su carrera. Ahora la mujer lo ha llamado para confiarle que está muy enferma y que aún lo estima. Ella utilizó esa palabra: “estimar”. Lo innegable de aquella conversación era que a la mujer, su ex novia, le quedaba poco tiempo e iba a morir. “El próximo lunes por la mañana te voy a volver a llamar. Necesito preguntarte algo”, le dijo la mujer colgando, ante lo cual Evans quedó pensativo. Ahora Evans sigue viendo el partido de USA y Brasil, pero no logra concentrarse. Qué querrá su ex novia? Por qué una llamada después de tantos años? Qué desea comunicarle? Brasil sigue atacando frente al arco de Tony Balboa con mala suerte: el balón rebota en los palos, cruza la línea de la portería norteamericana pero ningún brasileño la mete adentro. Es más, en un minuto el brasileño Leonardo le da un codazo a un mediocampista yanqui y el arbitro no duda en expulsarlo. Evans cree que es un momento trascendente y que USA podría sacar provecho de este hecho. Nada es lo que parece: USA parece tomar la iniciativa pero en una mala salida Romario agarra el balón, lo adormece y se lo lleva pasando entre dos defensores. Otro sale a su encuentro pero el brasileño lo esquiva cediendo el balón a Bebeto quien desde la derecha, y ante la parsimonia de Alexis Lalas, díspara cruzado sin mayor violencia ante el portero Tony Meola, quien no puede detener el remate. El balón cruza sin prisa la línea y va a dar al fondo de las redes. Evans masca la hamburguesa y la derrota. Es un día de fiesta que se ha convertido en derrota, reflexión e incertidumbre.
Es lunes. Calle Pasteur 633. 9,50 AM. El embajador y la mayoría de los presentes -incluido el autor del libro que se presenta- están embutidos casi militarmente en trajes azules y grises. Hay mucho bullicio en esta sala tapizada de flores y adornos pequeños y poco coloridos. En una esquina los bonaerenses camareros sirven champaña y Humus, pequeñas porciones de ensalada de berenjena, latkes de manzana para los amantes judios de lo dulce. Las fotógrafos se arremolinan cerca del embajador enviando uno tras otro flashes que iluminan una sala impoluta. Inmaculé en las diversas telas que los visten, pero no en las almas. Solitarios, en la otra esquina yacen los libros apilados para ser vendidos como una mercancía cualquiera. Libros de poesía, mala poesía, pero poesía al fin. Es el usual lanzamiento de un libro que está destinado al olvido. Su autor brinda con otros escritores, todos judíos, y hablan de la trascendencia de la poesía judía post holocausto, del influjo de la Biblia, de la poesía religiosa, la gran mentira de este siglo y el siguiente. La pureza de la luz reflejada en la poesía, el Hombre y el Universo y su imposibilidad de ser Dios, la Libertad para elegir entre el bien y el mal, el paralelismo semántico y su golpeteo incansable que termina venciendo por cansancio. De eso hablan en aquel lanzamiento del libro cuando son las 9,53 de la mañana. Media hora antes salen con una gran maleta los cuatro hombres y se suben al Toyota Station. Las mujeres miran por la ventana como tratando de adivinar cuál será el futuro de esos cuatro tipos en sus trajes. Ya no importa. A partir de ese momento el destino decidirá el curso de los acontecimientos.
-Aló.
-Hola.
-Cómo estás, Bill?- pregunta la antigua novia.
-Esperando tu llamada.
-Claro. Supongo que la esperabas. Bueno, no es fácil lo que te voy a decir. Pero no voy a perder más tiempo.
-Te escucho.
-Hummmm. Ojalá nunca hubiese tenido que decirte esto.
-Lo que tengas que decir dilo solo ahora- señaló Bill impaciente.
-Hummm. No es fácil…Tienes un hijo. Tuvimos un hijo. Se llama Elliot. Tiene quince años. Tal vez no me creas.
Bill guardó silencio sorprendido.
-No es broma, cierto?- preguntó el agente.
-No. No es broma.
-No sé qué decirte- manifestó Bill compungido.
-Entiendo- respondió la mujer.
-Por qué nunca me dijiste algo?- preguntó Bill.
-Creo que eso debemos hablarlo personalmente.
-¿Fue porque trabajo acá?- preguntó Bill.
-No quiero hablar de eso- respondió la mujer. 
– Crees que soy una mala persona. Es eso,no?- sentenció Bill. No obtuvo respuesta. La mujer guardó silencio. Bill volvió a preguntar.
-Que locura… ¿El muchacho se parece a mí?
-Es igual a ti. Físicamente, claro- respondió la mujer.
Bill se quedó pensando en el joven, en el muchacho que aquella mujer decía ser su hijo. Era una canallada que recién ahora supiera de su existencia. Estaba meditando en aquello desde su oficina de la CIA en Buenos Aires cuando escuchó el gran estruendo. A lo lejos se divisó una columna de humo. Bill supo de inmediato que algo grave estaba pasando.
-Oye, debo colgar. Te devuelvo el llamado en un rato más. Debo reflexionar- señaló Bill intranquilo. Era un hecho que estaba metido en un lío mayúsculo, en el ámbito personal y laboral. Y ahora un hijo que aparecía de la nada. ¿Cómo saber la verdad sobre eso? ¿Era factible? Fue entonces que Bill Evans recordó la muerte de su abuelo en las vísperas de la Navidad de 1984 y recordó también aquella fiesta de graduación donde todos sus compañeros estaban borrachos bailando un tema de Men at work. Una fecha curiosamente cercana a la Navidad. Por qué recordaba aquello?
En la radio dieron la notocia. Escuchó que decían akgo sobre un atentado en la AMIA. Se hablaba de una cincuentena de muertos. Y ahora Evans estaba reflexionando sobre una nueva vida. Un muchacho maravilloso que recién estaba en la flor de la vida mientras él debía recoger poetas judíos muertos en un edificio de Buenos Aires. La vida era eso. Crecida y corte. Vida y muerte. Fulgor y tala de materia, hechos y vidas que forman el espejismo, el espectáculo incierto en cuanto a derrota y éxito. Tal vez haya que tomarlo como algo natural, como el hecho que el balón cruce o no la línea del arco en un césped que es mudo testigo, pero que se regocija o lamenta de su vida y la de los demás.
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