El escritor domesticado

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Por Diego Trelles Paz
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Hubo un tiempo en el cual la figura del escritor políticamente comprometido era motivo de acalorados debates. En términos generales, el escritor comprometido es un autor literario que hipoteca su libertad artística y su credibilidad pública para satisfacer sus ideales políticos. La literatura, piensa, tiene que servir como un arma de cambio social. Su obra suele estar más cerca del proselitismo que del arte narrativo.
El escritor comprometido se volvió obsoleto por las deficiencias estilísticas y formales de sus obras que se acercaban peligrosamente a las proclamas, a los panfletos y a los manifiestos. Su didactismo las volvió inverosímiles. Con la caída de muros e ideologías, y la triste imposición del capitalismo como modelo económico global, este paradigma terminará por ceder.
Más que el justo medio, lo que siguió a este modelo literario de adoctrinamiento político, fue un proceso de despolitización severa donde toda expresión ideológica empezó a ser mirada con desconfianza, se volvió sensible de seguimiento, o terminó cooptada por un mercado que —pensando en el best seller político y abogando sin renuencias por el maquillaje, el maniqueísmo, el lenguaje estandarizado y la falsificación—, la convirtió en género de librerías y supermercados.
Del escritor comprometido, desfasado y ridiculizado hasta el hartazgo por críticos, colegas y medios de comunicación, emergió la figura de un autor incipiente que se convirtió en su perfecta antítesis: un escritor modelado por la industria editorial —empresas transnacionales que, al mismo tiempo, son propietarias de periódicos, revistas de cultura, casas de edición y premios literarios—, para distanciarse conscientemente de las luchas sociales que habían sostenido al caído en desgracia. Es, precisamente, este sutil proceso de neutralización el que generó su alegre y pasiva domesticación.
La muerte del escritor comprometido supuso el triunfo del cínico. La retórica compulsiva del primero fue reemplazada por una mesura impostada que, en adelante, solo servirá para encubrir los silencios estratégicos del segundo. El nuevo autor no solo rechazó cualquier toma de posición ideológica escudándose en la pureza del arte narrativo, su lento y penoso adiestramiento le permitió, ante todo, enmudecer cualquier tentativa de opinión que desafíe la institución literaria y, por extensión, la política. Gracias a sistemas económicos permisivos con las grandes corporaciones editoriales —acostumbradas a canibalizar toda iniciativa independiente que suponga una real amenaza para sus intereses—, se perfiló una forma inofensiva de concebir, pensar y discutir lo literario sin poner en cuestionamiento la perversa matriz que la sostiene económicamente y le da forma.
Este modelo de sometimiento —que produce, valida y premia al escritor subordinado mientras reprime al insumiso—, reproduce la estrategia opresiva de los “aparatos ideológicos” del sistema capitalista sobre la base del silenciamiento público. Toda opinión disidente que amenace las estructuras de las grandes corporaciones, es castigada con múltiples y sutiles mecanismos coercitivos que inician con el repliegue progresivo de la cobertura mediática y terminan con la abierta censura.
El ascenso y posicionamiento del escritor domesticado no es, sin embargo, una realidad lejana o de difícil identificación: cuanto más pequeño y homogéneo sea un mercado, más fácil será la posibilidad de coaccionarlo y de dominar cualquier intento de conjura. El cinismo del escritor domesticado, por otra parte, no es otra cosa que una herramienta retórica para trivializar su sometimiento. Lo triste y perverso es que suele estar fundamentado por su miedo. ¿A qué le teme? Al ostracismo, al destierro, a la proscripción. Si el patrimonio fundacional de todo escritor es su palabra, ¿cómo sobrevivir si la silencian?

Diego Trelles Paz
Diego Trelles Paz

Los mecanismos habituales de coerción suelen basarse en dos estrategias editoriales que se complementan:

  1. Por un lado, cerrando la oferta de publicación, se limita el acceso democrático a ser leído, evaluado y publicado por las mismas editoriales que poseen y/o controlan los medios periodísticos, y castigan el pensamiento propio.
  2. Por el otro, negando la cobertura mediática a escritores ya publicados, se corta el enlace natural de difusión que necesita todo autor para llegar a sus lectores y, con esto, de paso, se reduce toda posibilidad de aparecer con editoriales alternativas que le temen al mismo cerco periodístico que los acalla.

Aunque todo este proceso de regulación del escritor se ha venido gestando y perfeccionando lentamente, mal haríamos en pensar este escenario en términos maniqueos. El escritor que acepta transformarse en peón de la industria no es, ni por asomo, una víctima. Toda lucha nace de una desventaja y precisa de uno, o varios, sacrificios: las herramientas de resistencia siempre estarán al alcance de quien las precise. El problema es que cada vez son menos los escritores dispuestos a dar la lucha. Se adocenan sin aceptarlo. Alzan la voz solo a puerta cerrada. Firman cartas de apoyo comunitario solo después de asegurarse de que también haya sido firmada por el Hermano Mayor. Se desentienden públicamente de cualquier lucha social arguyendo que lo suyo es la literatura. Y es, pues, precisamente en este punto donde el adjetivo “domesticado” adquiere su verdadero valor: sometido por el poderío de un mercado que precarizó y banalizó su figura como la de un antiguo y respetable líder de opinión, el escritor del siglo XXI acepta, como natural, la abyecta perspectiva de agachar la cabeza y bajar la voz.
Si el escritor comprometido falló al contaminar su literatura con su compromiso político, el escritor domesticado ha sido configurado y educado para suprimir cualquier ideal o compromiso. No puede fallar. Está forzado a quedarse quieto y acepta el filtro que le impone la misma industria que lo emplea. Y ante la posibilidad de emanciparse, de renunciar al cerco que lo silencia y lo oprime, él, cual Bartleby, el escribiente, simplemente prefiere no hacerlo.

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