La deuda

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Por Hugo Dimter
Hoy fui por última vez a ver a Mario Gómez López. Estaba tan elegante como siempre.
En 1992 cursaba el primer año de Periodismo y uno de los ramos lo impartía don Mario Gómez López. Estoy casi seguro que después de hacernos clases nunca más se le pasó por la cabeza volver a intentar una aventura académica. No por nosotros, sino por el sistema mismo.
En aquel 1992 ninguno de los alumnos de mi curso lo conocía en demasía. Algunos ni siquiera lo habían escuchado. Cuando en la primera clase lo vimos aparecer con su elegancia habitual nos sorprendimos. Alto, de voz ronca y con una seguridad que le daban los años. Nos preguntó si alguno de nosotros venía de algún colegio emblemático a lo que la respuesta fue negativa. A las pocas semanas nos envió a reportear. Una universidad que ya no existe, la Real, estaba en paro a unas pocas cuadras de donde estudiábamos. Todos estaban expectantes y entusiasmados. Era la primera vez que salíamos a la calle, cosa que a don Mario le parecía imprescindible en esta profesión. Supongo que los resultados no le dejaron conforme, pero no se le podía pedir más a unos muchachos primerizos. Poco a poco nos fue tomando cariño, lo que fue recíproco. El maestro era severo pero también bonachón y entusiasta. Había que salir, hacer cosas en terreno, inmiscuirse con la gente, con los líderes, con personas que se la habían jugado por el bienestar del país en los más diversos ámbitos, por humildes que éstos fueran. Don Mario decidió que debíamos viajar a Valparaíso. A todos nos pareció una excelente idea. Íbamos a visitar el Congreso que llevaba pocos años inaugurado después del retorno a la democracia. También podíamos recorrer la ciudad. Era un viaje espléndido. Valparaíso, puerto principal y patrimonio de la humanidad, nos esperaba con los brazos abiertos. Y nosotros, tomados de la mano como un grupo de niñitos, íbamos a su encuentro bajo la atenta mirada de nuestro profesor. Todo era fantástico salvo por un detalle: el dinero. Había que pagar los pasajes y tener algo más adicional para darse vuelta en el puerto y a mi me podían dar vuelta de los pies y con suerte caía una moneda de cien pesos.
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Con el paso de las semanas cada uno fue leyendo y enterándose quien era Mario Gómez López. Su paso por Clarín y Puro Chile. Su amistad con Allende, con los políticos de los 60 y 70. Su exilio en Perú y México. Su retorno. Las crónicas de Mario Gómez López y su grabadora. Su trayectoria radial en Chilena, Nuevo Mundo, Minería. Sin embargo dos detalles me llamaron la atención: su amor al tango y al basquetbol. Don Mario fue un destacado basquetbolista, seleccionado de Santiago. Para un osornino como yo, criado en los gimnasios jugando y viendo basquetbol del mejor, no era un dato menor. Mario Gómez López había sido periodista deportivo, cubrió el Mundial del 62 desde la misma cancha y no dudó en meterse al césped con micrófono y todo cuando se dio el monumental zafarrancho entre chilenos e italianos en lo que se denominó La Batalla de Santiago. Posteriormente en el diario El Espectador (creado por su hermano Pepe y precursor de La Cuarta ya que introdujeron a las chicas del Bim Bam Bum en la portada) don Mario fue editor de deportes. Como también no era un dato menor que don Mario era un amante de la noche, de la conversación, de la buena mesa y de disfrutar un trago en buena compañía. Con ese currículum la admiración de cada uno de sus alumnos aquel año 92 fue creciendo insospechadamente.
Algo me decía que ese viaje a Valparaíso no debía dejarlo pasar pese a la ausencia total de dinero. Aunque fuera caminando debía llegar a Valparaíso, ciudad que no conocía ni en postales.
A los pocos días conseguí un préstamo. Tres mil pesos. Dos mil para los pasajes y me sobraban mil para gastos varios. En mi condición de estudiante tres mil pesos eran un dineral.
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Al día siguiente nos juntamos en el Terminal y enfilamos al puerto. Todos iban felices, don Mario el más feliz de todos. Sus adorados alumnos no le habían fallado: estaban todos a la hora señalada. Puntuales y con sus mejores pintas.
El viaje, entre conversaciones y bromas, se hizo corto. De pronto me vi bajando en el bus por una serpenteante carretera, la bahía a lo lejos se mostraba imponente. No eran desmesurados los comentarios sobre Valparaíso. Era un lugar maravilloso, con un estilo muy particular.
Nos bajamos frente al Congreso y don Mario nos informó que Jaime Estevez, socialista, presidente de la Cámara de Diputados, nos estaba esperando. Él iba a ser nuestro guía y anfitrión. De pronto lo vimos llegar muy sonriente. Saludó a todos y nos hizo pasar. Recorrimos el Congreso y estuvimos en su oficina. Luego don Mario nos señaló que nos tenía una sorpresa: ahora íbamos a conocer a Mario Palestro, el mítico dirigente comunista, quien también nos estaba esperando. Pequeño y con unos mostachos enormes, Mario Palestro, nos abrazó como quien abraza a un nieto y conversó animadamente sobre lo humano y lo divino. El hombre era la simpatía personificada, muy chileno, sencillo y en varios instantes se le salió uno que otro gabarato de menor cuantía que arrancó sendas risotadas de todos nosotros. El tiempo se nos hizo corto. La mañana se había esfumado en un abrir y cerrar de ojos y la hora del almuerzo había llegado. ¿Pero dónde íbamos a ir? Don Mario Gómez López encontró la respuesta: el Mercado de Valparaíso. Era lo más barato y el lugar tenía fama de buena mesa. Un típico lugar a orilla del mar. Genial. El lugar no era el más barato ni el más caro. Muy bonito. La charla y el viaje había abierto el apetito de todos los comensales. Fui al baño y abrí mi exigua billetera. Tenía poco más de mil pesos disponibles para el almuerzo. Una cifra ínfima en relación al hambre que sentía. Bueno, ya no podía echarme para atrás, pensé. Al volver a sentarme mis compañeros ya estaban ordenando. Don Mario pidió unas botellas de vino. Elegí el plato más barato: pescado frito con puré, lo que estaba dentro de mi alcance financiero. La conversación fue distendida, Don Mario contó algunas de su vivencias con su usual atractivo. Nuestras compañeras, que eran mayoría, reían con su bromas. Fue una tarde espléndida. Poco a poco el hambre se fue disipando, y la sed aumentando. Alguien pidió unas cervezas. El bullicio fue creciendo en un diálogo ensordecedor. Alguien hizo un brindis. Alguien dio un improvisado discurso. Otro lo imitó. Hubo agradecimientos. Don Mario estaba emocionado. Todo era memorable. Hasta que alguien pidió la cuenta.
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La dueña del local, en persona, trajo la suma del consumo. Éramos más de veinte personas y el monto había superado lo que pensábamos. Todos abrieron carteras y billeteras y entregaron su aporte. Una ruma de monedas se acumuló en la cabecera de la mesa donde se encontraba don Mario. Los billetes brillaban por su ausencia. Dos de nuestras compañeras hicieron de tesoreras y contaron el dinero. Faltaba plata. Si la cuenta sumaba 25 había 20. El ambiente se tornó tenso. Yo había pasado todo el dinero que tenía. Dinero que se ajustaba al consumo. Aún así los gastos habían sido mayores, o alguien no pasó su parte. Se contabilizó el dinero. Todos habían aportado. Sin embargo las botellas encarecieron el estipendio. Don Mario al darse cuenta señaló algo así como “no importa” y caballeroso pagó la cuenta. A los dos minutos se le había pasado el disgusto, si es que llegó a ser un disgusto, y volvió a sonreír, como un padre sonríe al enterarse de la travesura de un hijo.
A pesar de ello, con el paso del tiempo, creo que cada uno de las personas que estuvo en esa mesa mantiene una deuda con él. No una deuda monetaria sino afectiva. De respeto.
Escribo estás líneas con un dejo de dolor, de pena; pero también de alegría por haber tenido la suerte de conocerlo y de ser su alumno. No fue mucho tiempo, pero sí suficiente.
Al finalizar aquel año 1992 nos comunicó que había decidido no continuar como profesor, ya que no había advertido demasiada seriedad de la universidad ante el atraso de algunos pagos. Le pedimos que lo reconsiderara. “Hay cosas en las que uno no se puede echar atrás. Hay que ser consecuente”, respondió. Tal vez fue su mejor enseñanza.
Que yo sepa nunca más volvió a hacer clases en universidad alguna.

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  • Comment (2)
  • Excelente crónica…No habría esperado menos de una persona que haya estado cerca de Mario Gómez López. Gracias por la evocación de esos años en Valparaíso.

  • Buenísimo.Te felicito,tienes una forma de narrar que me evoca al mítico Alfonso Alcalde y sus crónicas y obras de teatro.Soy actriz y ahora me declaro seguidora de tus crónicas.Un abrazo.

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